sábado, 7 de octubre de 2023

De nuevo octubre

 


PRESENTACIÓN DEL LIBRO
De nuevo octubre
a cargo de Rosa Romojaro, vocal de poesía del Ateneo de Málaga
y
Francisco Morales Lomas, vocal de narrativa del Ateneo de Málaga

RECITAL POÉTICO MUSICAL
De nuevo octubre

RECITAL POÉTICO-MUSICAL

Poeta: Fuensanta Martín Quero

Guitarra: Rafael Sánchez Rando

 

 De nuevo octubre, de Fuensanta Martín Quero

Gnossienne y gynnopedie, de Erik Satie versión de Rafael Sánchez Rando para guitarra

 

Poema: Preludio (p.15)

           

Con acompañamiento musical

Poemas:

            Carta a un poema íntimo (p.17)

            Momentos (p.23)

Guitarra:  Gnossienne

 

Poemas:

            Hermanos en el colegio (p.19)

            Aquel perro (p.21)

            Aquel tiempo (p.22)

            Calle real 19 (p.24)

            Y estuve un día allí (p.26)

            Cero (p.44)

Música: Gynopedie 3-1

 

SIN MÚSICA

            Guerra (p.33)

            Aún queda tiempo (p.35)

 

MÚSICA

            A ti flor de nenúfar (p.28)

            Esplendor en la hierba (p.29)

Guitarra: Gynopedie 3

 

Poemas:

            Un vendaval que llega silencioso (p.48)

            Haikus de octubre (p.51)

Guitarra: Gnnossiene

 

En la presentación del libro De nuevo octubre

Presentado magistralmente por Rosa Romojaro, Vocal de Poesía el Ateneo y Francisco Morales Lomas, Vocal de Narrativa del Ateneo

Ateneo de Málaga, 6 de octubre de 2023

GRUPO ALAS, AUTORAS POR LA LITERATURA Y LAS ARTES
CON ROSA ROMOJARO, VOCAL DE POESÍA DEL ATENEO DE MÁLAGA





FUENSANTA MARTÍAN QUERO
FIRMA DE LIBROS 


















viernes, 20 de febrero de 2015

LA MIRADA HORIZONTAL

Las vemos a diario, percibimos por doquier atalayas verticales y altísimas habitadas por seres ataviados con la indumentaria propia del egocentrismo, a veces inocente, otras tantas maléfico. Laureamos sin conocimiento de causa a aquellos que adornan sus vidas con todo un elenco de objetos materiales e inmateriales que los elevan a la cumbre.

Miro a mi alrededor y observo cómo interactúa la gente, qué actitud se adopta en el acto de la comunicación, qué posición manifestamos en el juego de roles. Asumimos nuestros empleos como parte de nuestra esencia, también nuestras pertenencias, nuestros méritos por reconocimiento de un sistema de capacidades competitivo, e interiorizamos nuestro ser social y lo hacemos visible por encima y por delante de nuestro ser esencial. Las cualidades intrínsecas de cada persona no bastan en una sociedad con fuertes raíces estamentales y competitivas. El grado superlativo es el que más gusta usar, pero abanderar como premisa irrefutable ser el mejor o la mejor en cualquier aspecto lleva implícito querer estar por encima del otro.

Las relaciones humanas suelen fluctuar en un juego de poder de infinitas variantes que abarcan ámbitos profesionales, empresariales, académicos, culturales, personales y, no digamos, políticos… Dominar al ajeno con frecuencia es la intención subyacente o manifiesta que se mueve en un amplio espectro de grados, desde la hipocresía babosa que pretende un interés oculto al despotismo cruel de los que disponen, vejan, utilizan o arrebatan la vida de los demás. En cualquier caso, el germen, la semilla es la misma.

Pero ¿por qué la búsqueda y el ansia por fundar atalayas? ¿Es connatural esta forma de ser a la especie humana? Cuanto menos resulta llamativo lo arraigado que permanece el deseo de superioridad de muchos seres humanos respecto de sus congéneres. Los valores que imperan en las sociedades actuales se perciben también en hechos aparentemente inocentes e inocuos, pero que están presentes y constituyen la onda pequeña que se va propagando y haciendo cada vez mayor en la superficie del agua. ¿De qué nos sorprendemos, pues, cuando escuchamos noticias cruentas y terribles de seres que matan a otros seres, o aquellas otras que cuentan de forma tendenciosa engaños insidiosos disfrazados de verdades, proferidos por gobernantes obtusos e injustos? ¿De qué nos sorprende todo ello si las verdades desde la infancia son infravaloradas, la competitividad impuesta como base de los sistemas educativos y el título a la excelencia se nos ofrece como el camino de la salvación?

No se fomenta la igualdad real de los seres humanos solo con pronunciarla. La suma de los actos y actitudes igualitarios construyen el camino. Los valores predominantes tienen que ser puestos en tela de juicio una y otra vez. Deconstruir para volver a construir. Pero los valores son ideas, y estas se expresan mediante las palabras. Tanto unas como otras constituyen un todo, una unidad que adquiere fuerza cuando se transmite. Y es aquí donde los escritores y escritoras, donde los intelectuales y los poetas (tal es mi caso) podemos intervenir.

Las ideas transmitidas por medio de las palabras forman a los que las reciben, ofrecen perspectivas diversas, crean conciencias y las aúnan, constituyendo el punto de partida de las acciones. Y estas son las que corrigen la zozobra de nuestro mundo caótico. Así ha ocurrido siempre en la historia. Las grandes revoluciones que impulsaron horizontes esperanzadores y sociedades renovadas tuvieron su semilla en escritos donde se plasmaron discursos críticos de grandes pensadores.

La escritura también es la onda pequeña que en el agua se propaga y se va haciendo cada vez más grande. Por ello, resulta necesario un cambio de actitud de los profesionales del arte de escribir, porque aquí sí que se puede decir que no bastan las palabras. Las actitudes hablan por sí mismas. La arrogancia en los comportamientos destruye todo mensaje escrito en pro de valores positivos. Los laureles decapitan la autenticidad de la palabra sentida. Hoy en día, como en otras épocas históricas, uno de los principales pecados de muchos escritores y poetas (aunque no se pueda decir que sea algo generalizado) es la excesiva complacencia hacia el halago y el reconocimiento públicos. Sin desmerecer a los que en justicia los reciben, no es admisible desde un punto de vista humano la excesiva afectación y encumbramiento tanto por parte de los otorgantes como de sus receptores, perdiendo así la perspectiva de la verdadera y auténtica función de estos últimos, que no es otra que la comunicación mediante la extrañeza del lenguaje, el uso retórico del mismo, con una finalidad cultural, social, lúdica y/o didáctica de cara al lector o lectora, al tiempo que se contribuye a transmitir la cultura de la comunidad.

Ejercer este oficio implica comunicar desde el respeto hacia los demás considerándolos iguales, poseer una visión del mundo externo, no como escenario enaltecido del propio ego, sino como lugar de encuentro cuyas aberraciones deben ser corregidas y, para ello, evidenciadas y enjuiciadas mediante los recursos retóricos del lenguaje.

Los laureles no valen, ni sirven las atalayas desde donde no cabe la mirada horizontal. Estoy convencida, completamente convencida, de que las ideas y los valores positivos transmitidos por la palabra escrita depuran las maldades y contrarrestan el frenético avance de la depredación humana en una balanza que permanece en constante oscilación. No creo en la utopía, pero sí en el camino hacia la utopía. Por eso digo: no sucumbamos en esta tarea. Seamos, escritores y escritoras, intelectuales y poetas, humildes en el hacer y contundentes en el escribir, desde el ejemplo, dignificando a este bello oficio, y desde esa mirada horizontal necesaria que convierte en verdad a las palabras.

“La responsabilidad ética de las personas está vinculada al reconocimiento del otro como un igual, no existe otra obligación moral que aquella que deriva de la creencia de que los seres humanos somos responsables unos de otros.”

(Juan Carlos Mestre. Entrevista en el Diario de León.es el 18 de febrero de 2015).


En las plazas la palabra se desnuda como una flor al amanecer.
 Díganme poetas del mundo
 ¿Cuál es el sentido de la vida?”

(Gioconda Belli. Fuego soy, apartado y espada puesta lejos).


Fuensanta Martín Quero.

sábado, 22 de febrero de 2014

ANÁLISIS Y CRÍTICA LITERARIA: "HASTA QUE LOS MUERTOS LLEGUEN AL CIELO", DE ANA HERRERA













Ediciones Adhara, 204 págs.




Dice Ana Aguilar Berdún, licenciada en Geografía e Historia y profesora,  en la presentación que hace de este libro que “La voz que tuvo que permanecer amordazada despierta para dibujarnos un crisol de horrores vividos por aquellos que luego nos impulsaron a crecer, nos enseñaron a desarrollar la compasión, la solidaridad, el sentido de la justicia, la honestidad… con sus ejemplos, siempre dentro del silencio.” Es eso en esencia lo que busca esta novela. Hasta que los muertos lleguen al cielo, entre sus principales pretensiones, contribuye a destapar la mordaza de personas cuyas vidas han sido silenciadas por el peso de la historia, tal como nos contaba Ángeles Caso en Un largo silencio: “Afuera, multitudes de almas se prepararán para guardar silencio, un largo silencio que habrá de cubrir sin piedad esas vidas a las que les han sido robados el pasado y la esperanza”.

Siguiendo la temática social que es recurrente en la narrativa de Ana Herrera, Hasta que los muertos lleguen al cielo nos cuenta la historia de desigualdades, escasez, injusticias, sufrimientos, horrores, pero también de amor, amistad, colaboración y solidaridad, vivida hacia el final de la Segunda República española, la Guerra Civil y la posguerra por personas reales que en la novela pasan a ser personajes con nombres ficticios, vecinos de un pueblo con un nombre inventado –Campoblanco– que evoca a Campillos, lugar donde nació la autora. La narración se sustenta en experiencias concretas de personas concretas, pero que, al mismo tiempo, son comunes a una buena parte de la población española de esos años. Es por eso que tenemos que hablar de varias historias contadas simultáneamente en la novela: la historia de gentes del pueblo –en la doble acepción de la palabra–, que luchan individualmente cada una desde sus propias circunstancias ante los acontecimientos que les han tocado vivir, y la de un país convulsionado por una guerra civil y arrojado a la miseria y a una férrea represión en los años posteriores. El peso del escenario histórico y geográfico es tal en el texto, que deja de tener un mero carácter contextual para convertirse en narración misma. Y, como hilo conductor, una tercera historia aflora en él. Es la vivida por Doris, personaje de ficción cuyo nombre es tomado por la autora en alusión a la premio nobel de literatura Doris Lessing y que encarna a una escritora en edad senil con principio de alzheimer que se convierte la mayor parte del tiempo en narradora omnisciente, construyendo el relato de sus vivencias como una novela dentro de otra novela. A través de la narración de Doris se va desgranando de forma coral las experiencias, unas más cotidianas, otras más violentas, de personas –personajes en la ficción– cuyas vidas pertenecen a esa gran masa de gente cuya existencia ha quedado siempre bajo la sombra de la historia oficial, los que la sufrieron realmente desde el anonimato y la invisibilidad y la construyeron desde adentro, desde la intrahistoria, en el sentido otorgado por la profesora de la Universidad de Cádiz María Dolores Pérez Murillo en una versión dada al término introducido por Unamuno.

Se hace un recorrido en el tiempo partiendo de la última fase de la Segunda República española, describiendo a través de los relatos que Doris cuenta o pone en boca de los personajes la situación socio-económica del momento: desigualdades sociales, hambre en buena parte de la población, escasez, sobre todo entre la gente del campo, analfabetismo y, como consecuencia de ello, éxodos de la población rural a las ciudades para trabajar en las industrias en pésimas condiciones, movimientos sociales y la intensificación de revueltas en un ambiente prebélico. Los capítulos dedicados al desarrollo de la Guerra Civil y de la posguerra son especialmente intensos,  muy gráficos y dotados de gran realismo desde el punto de vista descriptivo; son escenas reales vividas por cada uno de los protagonistas de la novela que ejemplifican las miserias y horrores sufridos por una gran parte de la población española. Los fusilamientos ejecutados por los dos bandos, la huida masiva de gente desde lugares como Campoblanco (Campillos) hasta llegar a Málaga y desde aquí hacia otras regiones, la dispersión de las familias, la miseria, la pérdida de seres queridos, el pavor producido por los bombardeos, la visión de la muerte por doquier; después, las torturas y los trabajos forzados en el campo de concentración de Albatea… Son especialmente duras las escenas de la huida de los refugiados por la carretera de Almería, con imágenes desgarradoras que ponen de manifiesto la cara más cruenta del ser humano. Precisamente en esos capítulos la tensión narrativa alcanza su punto álgido para ir relajándose poco a poco en los capítulos siguientes. Sin embargo, como contrapunto al dolor y a la tragedia, también se viven experiencias de encuentros, de amistad y de solidaridad, como la protagonizada por el médico canadiense Norman Bethune al arriesgar su vida noblemente para prestar ayuda humanitaria de forma voluntaria. Es ese contrapunto, esa dualidad de sentimientos la que continuamente aflora en la novela de Ana Herrera, de tal manera que las desgracias son compensadas por el amor, la esperanza, la entrega a los demás o el deseo anhelante de recuperar la paz. La hambruna de la posguerra, las cartillas de racionamiento, el dolor por los seres perdidos, las represalias, las falsas denuncias, los expolios, los encarcelamientos, los miedos… Todo un paisaje desolador de un país partido en dos. Y es en ese contexto de caos en el que lo extremo se hace cotidiano. Por una parte, las maldades ocultas en tiempos de paz salen a la luz y cobran especial virulencia, por ejemplo las frecuentes acusaciones falsas a personas inocentes por envidia o venganza personal. Por otra, la intensificación de sentimientos nobles de solidaridad y de colaboración, como el caso de la pareja de brigadistas rusos que combatieron con sus aviones contra el bando nacional y que en la novela Doris –Ana– los convierte en personajes cuya historia llega a cobrar vida propia, hasta el punto de que a Katia y Nikolai –nombres ficticios de ambos brigadistas– les dedica más de un capítulo.

Dice Lucía Prieto Borrego, doctora en Historia y profesora de Historia Contemporánea de la Universidad de Málaga, en la introducción que hace a la novela que esta “no es la historia imaginada, sino la historia vivida por “personajes” que no lo son, porque no han sido inventados, sino descubiertos por quien no hace sino darles la voz…”. Y efectivamente, Ana a través de Doris saca del anonimato a determinadas personas sencillas y populares cuyas historias son  las mismas que las de todos los que sufrieron la guerra y la posguerra, de tal manera que la ficción se convierte en la envoltura de la realidad y ésta en la médula de la narración. No es, por tanto, una novela histórica al uso porque los testimonios orales de los que se nutre son realidad palpable de su tiempo, convertidos en esta narración de Ana Herrera en recopilación o material valioso, en tanto que real, para el conocimiento de determinados acontecimientos de la historia. Lo cual le confiere un doble valor: como novela, por un lado, y como aportación al estudio histórico de una zona geográfica concreta, por otro. Complementa esa contribución la documentación gráfica que se intercala en el texto, consistente en una serie de fotografías de la época cedidas por Ildefonso Felguera Herrera y por Jesús Majada.

Como ya se ha dicho antes, la narradora principal es Doris, que a su vez es personaje de la novela, pero no es la única porque en ocasiones el relato se construye a través del diálogo entre ella y Katia –brigadista rusa–, o entre los demás personajes. Doris unas veces es la propia Ana y, en otras ocasiones, tal como confiesa la autora en algún pasaje, es su madre, su abuela o una amiga. En cualquier caso, la narración, desde un punto de vista formal, se hace de una manera clara, directa, sin aditamentos ni circunloquios, con una precisión de palabras en la que no deja lugar a la duda ni a la interpretación, porque el tema de la obra y lo que a través de ella se quiere expresar así lo requieren. Sin embargo, no por ello se dejan atrás recursos estilísticos de otra índole. Podría citar alguna personificación interesante (“negro bostezo de la muerte”), entre otros, pero sobre todo, lo que más llama la atención cuando se profundiza en el texto, es la existencia de dos símbolos poderosos, a mi modo de ver, uno por su carácter emotivo, otro porque constituye uno de los temas fundamentales, que no el único, de la novela. Me refiero, en primer lugar, a un caballo de cartón que a uno de los personajes, Andrés, siendo niño le regaló su padre poco antes de estallar la guerra. Después de todos los acontecimientos vividos con su familia tras marcharse de su pueblo huyendo del ejército nacional, cuando regresan a Campoblanco se encuentran que su casa, como otras tantas, había sido saqueada y su preciado juguete ya no estaba, esto lo entristece profundamente y le hace llorar. La pérdida del caballo de Andrés simboliza la infancia perdida por la guerra, al igual que sus sueños de niño: “Los sueños de Andrés, en cambio, se llenarían de columnas de humo densas y negras como la noche más profunda…”. El segundo de los símbolos citados es la terrible enfermedad que, de forma incipiente, padece Doris y que en los últimos capítulos se agudiza: el alzheimer, o lo que es lo mismo, el olvido. Ana, a través de Doris, desea que los recuerdos no se borren, que la vida de esas personas, sus penurias y sus sufrimientos, no queden en la sombra de la historia oficial, sino que se conozcan y se nombren y se cuenten como parte que son de la memoria histórica. Doris desea combatir el alzheimer y se ayuda de Katia para recordar. Ese es el deseo también de Ana Herrera: dejar testimonio antes de que el olvido lo cubra todo.

El propio título de la novela sugiere transitoriedad, algo no acabado que está pendiente de hacerlo, y ese algo consiste en entregarles definitivamente la paz a los muertos, a los protagonistas concretos y a la población que representan  que de forma imaginaria esperan la finalización de sus historias, para lo cual la autora considera imprescindible, no el camino de la negación, sino el de la visibilidad a través del recuerdo.

Que Hasta que los muertos lleguen al cielo sea una novela sobre la memoria histórica no cabe la menor duda, como tampoco sería erróneo afirmar que, además, con ella se desea homenajear a no pocas personas. Ana rinde homenaje con este libro a los ancianos reales con nombres y apellidos que les cedieron sus testimonios, a la población que, como ellos, sufrió los horrores y las penurias de la guerra y de la posguerra, a los fusilados y represaliados, a los dos brigadistas rusos que ofrecieron sus vidas altruistamente, al médico canadiense que intentó salvar a los heridos de la carretera de Almería, a Campoblanco, que representa a cualquier pueblo del sur de Andalucía –y en general de España– que padeció la dolorosa experiencia de la confrontación entre hermanos/as y, de entre ellos, a Campillos, cuyas costumbres y personajes más populares se describen y nombran; también, de manera autobiográfica, a algunos antepasados de la escritora que han formado parte de la historia de su pueblo y de sus propias raíces. Por último, a través del personaje que lleva el mismo nombre, la autora ha querido homenajear a la escritora inglesa Doris Lessing, premio nobel de literatura de 2007, fallecida poco tiempo después de que esta obra saliera a la luz.

Quiero reseñar igualmente la importancia que Ana Herrera, desde su perspectiva de narradora, confiere al poder de la imaginación como refugio contra la cruda realidad. En este sentido, Doris, que en ocasiones es ella misma, construye una ficción paralela a la narración de los hechos reales llegando a modificar incluso algunos de los acontecimientos acaecidos realmente y que previamente ella ha contado, de tal manera que se permite darles un giro, tal como hizo con el destino de los brigadistas rusos. En un pasaje dice Doris: “…viví a través de mis personajes todo lo que me había negado el mundo real.” 
      
 Pero esta novela no solo cuenta historias. Todo un elenco de sentimientos, surgidos la mayoría de ellos de experiencias límites vividas por cada uno de los personajes, emerge a lo largo de la narración despertando con frecuencia en el lector/a una emoción contenida. El dolor, el amor, el odio, la solidaridad, la crueldad, la amistad, el altruismo… En concreto, el amor entre hombre y mujer se presenta con frecuencia a lo largo de los capítulos como camino hacia la felicidad frente a la adversidad. Básicamente estamos ante una novela en la que los valores humanos más nobles quedan siempre por encima de los más viles. En este sentido, destacan las continuas referencias que la autora hace sobre la necesidad de la paz con mayúsculas entre los seres humanos, erigiéndose este en el tema de fondo de la obra. La autora, a través de Doris, plantea una reflexión acerca de la capacidad o incapacidad del ser humano para no protagonizar más guerras y duda de esta capacidad porque el poder y la riqueza son grandes obstáculos frente al amor y los valores más humanos. Doris –Ana– reflexiona acerca de lo injusto de una guerra y de sus terribles consecuencias: pérdidas, tragedias y miserias, y considera que “la humanidad debe seguir un solo camino, y es el camino de la paz”. Es esta reflexión médula de la novela.

Son tres los textos que presentan de manera introductoria esta obra. Ya he mencionado antes los dos primeros. En el tercero de ellos, suscrito por Alba Navarro Herrera, licenciada en Comunicación Audiovisual e hija de la autora, se dice con gran razón que “Doris no podía sucumbir a la enfermedad sin rescatar aquellas viejas historias, que no lo son tanto”. Efectivamente, son historias no tan viejas, por un lado porque los setenta u ochenta años transcurridos desde entonces hasta nuestros días no supone mucho tiempo en el cómputo global de la historia de la humanidad; por otra parte, porque en el actual contexto de crisis y recesión económicas estamos presenciando con cierta frecuencia actitudes y manifestaciones que hacen sospechar que las dos Españas lamentablemente siguen existiendo. Por eso, desde un punto de vista reflexivo, se hace necesario más que nunca el recuerdo de un pasado no tan lejano, la evidencia de las heridas aún sin cerrar del todo para dejar paso a la reconciliación definitiva que es la reconciliación moral y, sobre todo, dejar atrás el recurso de la confrontación que lleva inexorablemente a la nada, jamás al triunfo, siempre a la destrucción y al vacío. Dijo León Felipe en su poema El hacha, escrito inmediatamente después de finalizar la Guerra Civil:“¿Por qué habéis dicho todos/que en España hay dos bandos,/si aquí no hay más que polvo?”.

Por todo ello, cabe decir que Hasta que los muertos lleguen al cielo nos ofrece diferentes facetas, todas ellas muy interesantes: es una novela sobre la memoria histórica, es una novela que aporta testimonios reales al conocimiento de la historia, es una novela-homenaje, pero, más que nada, es una novela necesaria para recordarnos siempre que, como decía Doris, “la humanidad debe seguir un solo camino, y es el camino de la paz”.

Escrito por Fuensanta Martín Quero,
 poeta perteneciente al Grupo Literario ALAS.



ANA HERRERA BARBA es diplomada en Magisterio y licenciada en Filología Hispánica. Profesora de Lengua Castellana y Literatura. Realiza actividades de poesía, teatro, prensa escuela y animación lectora. Participa en proyectos de innovación educativa. Imparte conferencias y da recitales. Ha sido secretaria de la Federación Provincial de Asociaciones de Mujeres de Málaga. En investigación, ha publicado con la Delegación Provincial de Educación y Ciencias de Málaga Hidalgos y Mujeres de la Mancha cuatrocientos años después y con la Asociación de Estudios Históricos sobre la Mujer María Teresa León, la gran olvidada y Mujeres en la historia. Es coautora en diversos colectivos literarios (Firmana, Alas, Indocentes, Itimad) y colaboradora en diarios y revistas culturales de carácter digital (El Librepensador, Almiar, etc.), así como en diversos programas de radio (Amicam Radio Campillos, “La Firma” de la Cadena Ser y las tertulias radiofónicas de “La vida es bella” de RTV Marbella). Ha recibido varios premios literarios por su obra poética y narrativa. Entre sus obras publicadas se encuentran la novela corta Mi mundo sin fronteras y el libro de relatos Una mujer, una historia.

lunes, 22 de julio de 2013

Crítica literaria: LAS HIJAS DE YEMAYÁ, de Inmaculada García Haro

      

        Es este el título del primer libro que inicia la Colección de Monografías Publicapitel, promovida por el grupo cultural malagueño Capitel, al que pertenece su autora. Inmaculada García Haro forma parte además de la Asociación de Mujeres por la Literatura y las Artes (ALAS) y de la Asociación Cultural Isla de Arriarán, es poeta, narradora y ha publicado artículos de opinión y ensayos en diferentes medios. Su vocación por la cultura en cualquiera de sus manifestaciones, le ha llevado asimismo a comisariar exposiciones de artes plásticas.

En una cuidada edición de la editorial “El desván de la memoria”, se nos ofrece un poemario lleno de matices en el que prima la autenticidad de la expresión por encima del corsé estético de la métrica y la rima, sin que ello implique una poesía desnuda en el sentido juanramoniano de lenguaje escueto y sin ornamentación, porque, efectivamente, la autora no escatima la utilización de recursos y adornos estilísticos para dotar de intensidad expresiva al verso. Metáfora (“Mi casa interior/tiene pies enredados de hojarasca”), oxímoron (“la salida iluminada de lo oscuro”), paradoja (“pues ladrillos de agua/conforman sus muros”), hipérbole (“Te cabalgo y me rompo/deshaciendo la piel que no me sirve”), entre otros. Pero, sobre todo, es este un poemario de fuerte carga simbólica. Yemayá, deidad africana y afroamericana, es el océano, el mar, que es fuente fundamental de vida; es la diosa madre, patrona de las mujeres y dueña de las aguas, es la “madre cuyos hijos son como los peces” (significado etimológico). Un elenco de deidades mitológicas aflora a lo largo de los poemas de este libro -artificio este que es utilizado de manera recurrente por la autora en buena parte de su obra̶-  completando el soporte simbólico del poemario junto a la presencia del mar que encarna la vida misma. La poeta se llama a sí misma “hija” del mar (de Yemayá), del que nace y del que está hecha, en el que se sumerge “Investida y coronada” “con la fuerza de Neptuno”, sintiéndose parte de un todo, de “Un universo de agua” que la contiene.

Como indica José Luis Pérez Fuillerat, prologuista del libro, dos temas importantes del mismo, entre otros, son el amor y la amistad. A estos añadiría yo además, como telón de fondo, la femineidad. Para Inmaculada García Haro, feminista de pura cepa, este es un concepto que emerge en ella sin esfuerzo, de forma natural, vertebrando multitud de sus escritos. También aquí. Lo femenino entendido no como género sino como esencia misma del sujeto lírico, como fuerza interior, como arquetipo en el sentido dado por Carl Gustav Jung de contenido del inconsciente colectivo que tiene carácter universal, y que, en el caso concreto que nos ocupa, deviene en diferentes facetas: la mujer como hija, en el sentido carnal y no simbólico del término, como hermana, madre, amiga y amante. Siendo estas dos últimas las que más presencia tienen en el poemario, no por desmerecer la importancia de las otras, sino porque a lo largo del hilo conductor del mismo la amistad y el amor se constituyen en pilares básicos de la evolución del yo poético.

Efectivamente, “Las hijas de Yemayá” ofrece una secuencia. No es un poemario plano que dibuje diferentes ángulos de una misma realidad lírica, sino que, de manera intrínseca, se reproduce un tiempo, un recorrido evolutivo del estado emocional del sujeto lírico. Así, comienza con un poema introductorio, titulado “Huecos”, que habla de un antes y  un después. El segundo poema (“La casa de las tres muñecas”) vuelve la mirada hacia el pasado, hacia una etapa de infancia compartida con sus dos hermanas que se desvanece con el paso del tiempo, dando lugar en la última estrofa a la necesidad de reconstruir lo perdido como un hálito de esperanza. El tercero (“Hay caracolas que silban adiós”) es la expresión de una despedida; y, a partir de aquí, aparece un grupo de seis poemas en el que el sujeto lírico recorre un proceso de reafirmación interior, se mantiene “Incólume” (título del cuarto poema), “es más fuerte que un buque/en noches de oleaje/pues ladrillos de agua/conforman sus muros”,  (bellísima paradoja la de estos dos últimos versos), y se sumerge en el mar (que es fuente de vida) “investida y coronada” “con la fuerza de Neptuno”.  Es aquí cuando la amistad recompone sus “alas rotas”, le ofrece “palabras y alimento” o se convierten en su “antídoto” y en su “red”, en tanto que la maternidad le ofrece “el don de permanencia”.

En esa progresión temporal en la que estado interior subjetivo y versos van de la mano, aparece un poema corto (apenas catorce palabras), titulado “Remate”, que sirve de bisagra entre los anteriores y los que a continuación figuran. Quiero significar la intensidad del mismo, su capacidad para transmitir aquello que se desea de una manera completa y certera, pese a su brevedad, amplificando el contenido semántico de los vocablos que lo conforman, lo que denota maestría en el hacer literario, y esta maestría se percibe sobre todo cuando la palabra, ella sola, sin adornos, se transforma directamente en emoción por el lector o lectora que la recibe. Siempre que abordo este tema de la brevedad en poesía, me vienen a la memoria poemas cortos de una gran belleza lírica como aquellos de Miguel Hernández titulados “Llegó con tres heridas” o “Tristes guerras”, en los que la capacidad de síntesis de los vocablos es inversamente proporcional a la carga emotiva de los mismos. Una verdadera maravilla muy difícil de conseguir.

La siguiente serie de poemas desvelan una nueva posición emotiva del sujeto lírico, esta vez de la mano del amor y la sensualidad erótica, a través de los cuales “la hija de Yemayá”, inmersa en “Un universo de agua” de ese mar que la purifica y es esencia de ella misma, alcanza su plenitud, “protegidos por muros de cristal”. El amor se presenta como motor que transfigura la vida y que permite “el nuevo amanecer” de sus días, cuya victoria final la autora quiere festejar con un poema que, a modo de brindis, dedica al vino.

Por último, decir que el libro se completa con una serie de ilustraciones de Carlos Esteve Secall, muy bien conseguidas por cierto, que acompañan a una buena parte de los poemas.

En “Las hijas de Yemayá” la esencia procedente del mar, como madre y origen, como deidad protectora de la mujer encarnada en el sujeto lírico, es camino de sanación que nutre y purifica y permite la victoria de la vida. Es un poemario no extenso, pero de gran expresión lírica procedente sobre todo de la autenticidad que Inmaculada García Haro vierte en sus versos y que, conjuntamente con los recursos literarios citados, le confieren un pulso, una calidad poética merecedora, sin lugar a dudas, de ser tenida en cuenta.


Escrito por Fuensanta Martín Quero.


*Publicado el 7/7/2013 en la revista de la Asociación Colegial de Escritores de España, Sección Autónoma de Andalucía: http://www.aceandalucia.org/



miércoles, 19 de junio de 2013

POETA-OFICINISTA

Poeta-oficinista. Eso es lo que soy. Un tiempo dividido en el que me ocupo en roles divergentes, opuestos como el agua y la sed, como el calor y el frío. En la burocracia me gano el sustento material, en la lírica me nutro el alma. Oficinista de ocho a cuatro, poeta veinticuatro horas al día. La pantalla y el teclado son apéndices de mis dedos, lo mismo compongo notificaciones dirigidas a ciudadanos y ciudadanas en el cumplimiento de una función pública, que compongo versos sin destinatario cierto, tal vez para nadie o tal vez para gente presente o futura que no conoceré nunca. El lenguaje sordo, preciso, preestablecido, del acto administrativo es la antítesis de la metáfora, de la plasticidad creativa de la lírica. Por eso durante años, durante muchas y muchas mañanas de muchos años –bendita suerte ganada a pulso por mis propios méritos– mi cerebro ha forjado un camino, una estructura de pensamiento opuesta a su natural tendencia hacia lo emotivo y bello a un tiempo, hacia la ausencia de límites conceptuales, hacia la imagen grabada en un cuerpo de sílabas musicales. A diario me visto de oficinista, escribo como oficinista, me comporto como oficinista y pienso como oficinista, en un ambiente rodeado de gente parecida a mí en su fuero externo, mientras dentro de mi piel bulle, encapsulada, “mi otra”, esa a la que no olvido nunca, esa que se esfuerza por silenciar su presencia en un contexto que no le pertenece, esa que constantemente me golpea en las sienes cuando apenas le hago caso. “Mi otra” aguanta mi obsesión por el cumplimiento del deber no interiorizado, soporta que mis ojos sientan el cansancio tremendo de una lectura intensa no deseada, y espera en un desván arrinconada hasta mucho después de que yo pase la tarjeta por el reloj de control horario. Y, cuando llega la noche o una tarde de íntima conversación con ella, me ofrece una sonrisa afable y permite que respire profundamente en la paz de una habitación cerrada.
Sé que siempre ha habido y hay “muchos otros” y “muchas otras” esperando su momento tras la piel de gente que a diario madruga y mira el reloj despertador como a un ente obsceno y abominable que impone su disciplina sin piedad. No pienso en aquellos cuyas profesiones contribuirían seguramente a su realización personal al tener éstas un vínculo con la escritura, como Antonio Machado o Dámaso Alonso, que se dedicaron a la docencia; me acuerdo más bien de esos otros cuyos empleos no tenían ninguna proximidad con su faceta literaria. Charles Dickens comenzó a ganarse la vida con doce años trabajando en una fábrica de betún para el calzado, William Faulkner trabajó como cartero en la Universidad de Mississippi y Franz Kafka fue empleado de una compañía de seguros. Hay una lista interminable de escritores y escritoras con oficios muy diversos, tanto de otros momentos históricos como actualmente. La autora italiana Daria Galateria, nos cuenta en su libro “Trabajos forzados. Los otros oficios de los escritores” cómo Máximo Gorki fue pescador, fogonero y pinche de cocina, entre otros oficios; Eliot fue empleado de banca, trabajando en un sótano “como un pájaro negro en un comedero”, o Jack London, uno de los escritores mejores pagados de su tiempo, sobrevivió antes como cazador de ballenas en el Ártico. Para Saint-Exupéry subirse a un avión era su verdadero trabajo, y León Tolstoi dejó la escritura para retirarse a una aldea de Rusia y trabajar como zapatero.

No podemos olvidarnos de escritores más cercanos en el tiempo con oficios diversos, como Miguel Delibes que comenzó como dibujante de caricatura en un periódico, José Saramago que tuvo que abandonar sus estudios a los quince años por falta de medios para ponerse a trabajar como cerrajero, y el chileno Roberto Bolaño que fue lavaplatos, camarero, vigilante nocturno, basurero, descargador de barcos y vendimiador; y así un largo etcétera.

La ausencia de mujeres escritoras en este largo elenco viene dada por la excepcionalidad que ello suponía en el pasado histórico, al estar relegadas a roles apartados de la cultura como hecho social e individual. En las últimas décadas, esta situación de marginalidad de la mujer como creadora y productora de obras literarias ha cambiado en buena medida en lo referente a algunos géneros literarios, como en la narrativa.
  
Hoy en día son muchos y muchas los escritores y escritoras que estamos empleados en otros trabajos ajenos a la literatura para poder vivir. Son muy pocos, en cambio, los escogidos, los que tienen un nivel de venta por sus obras que les permiten dedicarse al oficio exclusivo de la escritura. Otros tienen profesiones más cercanas al mundo de las letras, como los que se dedican a la docencia, sobre todo la universitaria, y los periodistas. En un mundo como el nuestro en el que se sobrevalora los conocimientos adquiridos por su cantidad y no tanto por su calidad, en el que se promueve la acumulación de títulos, cursos de diversa índole y másteres, aunque muchos jóvenes “plurititulados” y políglotas se vean abocados a emigrar, la literatura actual está más valorada socialmente cuanto más próximo esté su autor o autora al entorno de la “oficialidad”. Es más fácil que una editorial de prestigio acepte publicar una novela o un poemario de un escritor o escritora relacionado con el mundo universitario o periodístico que el de otro/a que esté empleado, por ejemplo, en una empresa de repuestos para automóviles (tales fueron los comienzos de Mario Benedetti). Por la misma razón, muchos premios literarios se otorgan a autores que son poseedores de títulos universitarios, que además antes hayan sido galardonados en otros certámenes (a más premios más posibilidades de sumar el siguiente) y que pertenezca o esté relacionado con ciertas élites. La cultura de la acumulación. Tener por encima de ser, tal como Erich Fromm nos afirmó hace tiempo.

Pero yo, que soy oficinista durante ocho horas diarias y poeta durante veinticuatro, que aprobé dos cursos de Derecho cuando esta carrera se componía de cinco, y que la única lengua que medio domino es la española, soy consciente de que, como afirmó Vicente Aleixandre, “Poesía es comunicación”, y en ello estoy. Gloria Fuertes, que también fue oficinista antes de ser conocida, dijo en cierta entrevista que ella había trabajado durante muchos años  en “horribles oficinas”. No sé si lo de “horribles” hacía alusión a las dependencias concretas en las que trabajó o más bien quiso calificar con un epíteto improvisado a este tipo de lugares. Lo cierto es que ella también fue poseedora del “doble Grado” que yo, como otros tantos, ostento: Poeta-Oficinista. Un título de nuevo cuño que guardo debajo de mi almohada, muy cerca de mi conciencia, para que no se me olvide la doble faceta –que no doble vida– que compone mi existencia.

 Un bello poema de la norteamericana Amy Lowell titulado “Lilas”, en el que ofrece un espléndido canto a la vida y a sus raíces de Nueva Inglaterra, allá por los albores del pasado siglo, dice:

“…Alardeasteis de la fragancia de vuestras flores
al cruzar por las anchas puertas de las Aduanas,
vosotras, y el sándalo, y el té,
abrumando las narices de los oficinistas
cuando un buque llegaba de la China.
(…)
Hasta que se revolvían sobre sus altos asientos
y escribían poemas en sus papeles
tras los apilados libros de cuentas…”

Escrito por Fuensanta M. Quero




     

viernes, 14 de junio de 2013

AIRE

Aquella tarde otoñal. Gris metalizada como la carrocería de un coche recién salido del concesionario. La tenue luz en el mármol beis de una calle de trazado rectilíneo, escenario de mimos y figuras monocromáticas; paisaje urbano por donde caminan y se entrecruzan personas diversas que olvidan las prisas de las grises calzadas. Recordar ese espacio, aún vivo y vivificante, como un encuentro inesperado con la magia y la ilusión de hacer tangible lo irreal. Sentir la levedad del aire en mitad de la ausencia de los rincones presurosos. Allí en medio, permaneciendo como sombras expectantes ante aquel hombre de mediana edad, ante aquel maestro del violín en cuyos dedos revoloteaban decenas de colibríes inquietos, diminutos y sutiles como brevísimos instantes, unidos en elongadas notas musicales. La fugacidad atrapada, doblegada en nuestros cuerpos, en nuestras mentes demasiado habituadas al latrocinio indolente de las horas diurnas y al estrépito que inunda cada rincón urbano. Algo verdadero y sin nombre emanaba allí mismo, brotando desde un manantial invisible pero intensamente leve. Aire. Bach... Y sentir a continuación que el desaliento perturbador de la rutina y sus miles de filos, que el acoso de la ignominia y las febriles ansias de poder sobre los débiles, que el humillante sometimiento de tantos destinos en manos acaparadoras e insensibles, quedaron disueltos en átomos perdidos entre los ácaros inmundos del suelo; lejos, muy lejos de una verdad inexorable que penetraba en los pulmones a través de los sentidos. En cinco minutos de gloria.

 Escrito por Fuensanta Martín Quero. 

domingo, 3 de junio de 2012

LECCIONES DE VIKTOR FRANKL


Una de las mayores alienaciones producidas en el ser humano  en la historia de la Humanidad fue la que padecieron los prisioneros de los campos de concentración nazis. La persona quedaba relegada no solo a un instrumento para ser utilizado en trabajos forzados y en experimentaciones médicas horrendas, sino  a un objeto destino del sadismo por el sadismo. Viktor Frankl[i] sufrió la maldad atroz en su misma cúspide en aquellos lugares infames. Pero, a pesar del enorme sufrimiento que soportó y del que fue testigo junto a sus congéneres, el horror no pudo anularlo. La máxima alienación -entendida como reificación- a la que puede estar sometido un ser humano se escapaba entre los resquicios más insospechados para los demás. Allá por los rincones recónditos de su mente.

Atrapado entre los muros de Theresienstadt y de Auschwitz, entre otros campos de concentración, transcurrieron los días y los meses y Viktor Frankl, inerme y arrastrado por las circunstancias, fue desdoblándose, sin pretenderlo, en cuerpo y en pensamiento. Su cuerpo era empujado por los acontecimientos aniquiladores de la carne -la inanición, los trabajos forzados, el castigo físico, el hacinamiento, etc.- y de los sentimientos -la humillación, los insultos, la herida moral-, pero su mente transcurría horas y horas más allá de las vejaciones y de la esclavitud, mucho más lejos de las alambradas y de los muros.

Rozando el aire a cada instante, las palabras imaginadas con su joven esposa, aquellas largas y benefactoras conversaciones, no solo eran el calmante que aliviaba el dolor, sino la sangre que alimentaba su famélico cuerpo. No importaba que ella ya hubiera muerto y que posiblemente formara parte de esos amasijos de cadáveres revueltos que colmaban las fosas comunes abiertas como profundas heridas en la tierra que nunca cicatrizarán. Él la sentía cerca y constantemente conversaba con aquella mujer con la que deseaba firmemente seguir el rumbo de un destino compartido bajo el techo de sus pensamientos y de sus fantasías.

La cruel realidad era solo una pantalla que visualizaba de vez en cuando durante breves minutos, a veces cuando algún compañero de fila caía al suelo exhausto y sin vida a pocos metros de él. Seguramente lo miraría, entendería lo que había sucedido y regresaría al mundo feliz de sus interminables conversaciones con su esposa, clausurando la pantalla miserable de lo que en verdad acontecía ante sus ojos con un impulso vital que desde adentro lo conducía por los caminos despejados de su mundo interior.

A Viktor Frankl sus pensamientos, su imaginación, su resiliencia -en términos psiquiátricos- lo ataron al mundo y a la vida, impidiendo que desfalleciera, permitiendo que sus células reinterpretaran una realidad hostil que, de ser absorbida con la crudeza con la que realmente se estaba produciendo, hubiera sido la antesala de la muerte, el corredor de su muerte, con todo un repertorio previo de torturas y crueldades.

Como el junco flexible que se dobla y después vuelve a erguirse, Viktor Frankl hizo frente a la maldad más salvaje. Y lo hizo de la manera más certera que supo: ignorándola, como se ignora a la NADA antes de que ésta te aprisione y te aniquile.




[i] Viktor E. Frankl: Neurólogo y psiquiatra austriaco de origen judío nacido en 1905 y fallecido en 1997. Superviviente de campos de concentración nazis. Varios años después de su liberación, recibió el doctorado de Filosofía y posteriormente impartió clases en la Universidad de Viena y en las Universidades de Harvard y de Stanford, entre otras de Estados Unidos. En su libro más famoso, “El hombre en busca de sentido”, narra y describe sus vivencias en los campos de concentración y plantea la necesidad de dar sentido al sufrimiento y a la vida como mecanismo para resistir ante la adversidad, y de cómo la libertad interior puede elevar al ser humano muy por encima de su destino adverso.


“En otra ocasión estábamos cavando una trinchera. Amanecía en nuestro derredor, un amanecer gris. Gris era el cielo, y gris la nieve a la pálida luz del alba; grises los harapos que mal cubrían los cuerpos de los prisioneros y grises sus rostros. Mientras trabajaba, hablaba quedamente a mi esposa o, quizás, estuviera debatiéndome por encontrar la razón de mis sufrimientos, de mi lenta agonía. (…) El guardián pasó junto a mí, insultándome y una vez más volví a conversar con mi amada. La sentía presente a mi lado, cada vez con más fuerza y tuve la sensación de que sería capaz de tocarla, de que si extendía mi mano cogería la suya. La sensación era terriblemente fuerte; ella estaba allí realmente. Y, entonces, en aquel mismo momento, un pájaro bajó volando y se posó justo frente a mí, sobre la tierra que había extraído de la zanja, y se me quedó mirando fijamente.”  (Viktor Frankl. “El hombre en busca de sentido.”)

Escrito por Fuensanta Martín Quero