Una
de las mayores alienaciones producidas en el ser humano en la historia de la Humanidad fue la que
padecieron los prisioneros de los campos de concentración nazis. La persona
quedaba relegada no solo a un instrumento para ser utilizado en trabajos
forzados y en experimentaciones médicas horrendas, sino a un objeto destino del sadismo por el
sadismo. Viktor Frankl[i]
sufrió la maldad atroz en su misma cúspide en aquellos lugares infames. Pero, a
pesar del enorme sufrimiento que soportó y del que fue testigo junto a sus
congéneres, el horror no pudo anularlo. La máxima alienación -entendida como
reificación- a la que puede estar sometido un ser humano se escapaba entre los
resquicios más insospechados para los demás. Allá por los rincones recónditos
de su mente.
Atrapado
entre los muros de Theresienstadt y de Auschwitz, entre otros campos de
concentración, transcurrieron los días y los meses y Viktor Frankl, inerme y
arrastrado por las circunstancias, fue desdoblándose, sin pretenderlo, en
cuerpo y en pensamiento. Su cuerpo era empujado por los acontecimientos
aniquiladores de la carne -la inanición, los trabajos forzados, el castigo
físico, el hacinamiento, etc.- y de los sentimientos -la humillación, los
insultos, la herida moral-, pero su mente transcurría horas y horas más allá de
las vejaciones y de la esclavitud, mucho más lejos de las alambradas y de los
muros.
Rozando
el aire a cada instante, las palabras imaginadas con su joven esposa, aquellas
largas y benefactoras conversaciones, no solo eran el calmante que aliviaba el
dolor, sino la sangre que alimentaba su famélico cuerpo. No importaba que ella
ya hubiera muerto y que posiblemente formara parte de esos amasijos de
cadáveres revueltos que colmaban las fosas comunes abiertas como profundas
heridas en la tierra que nunca cicatrizarán. Él la sentía cerca y
constantemente conversaba con aquella mujer con la que deseaba firmemente
seguir el rumbo de un destino compartido bajo el techo de sus pensamientos y de
sus fantasías.
La
cruel realidad era solo una pantalla que visualizaba de vez en cuando durante
breves minutos, a veces cuando algún compañero de fila caía al suelo exhausto y
sin vida a pocos metros de él. Seguramente lo miraría, entendería lo que había
sucedido y regresaría al mundo feliz de sus interminables conversaciones con su
esposa, clausurando la pantalla miserable de lo que en verdad acontecía ante
sus ojos con un impulso vital que desde adentro lo conducía por los caminos
despejados de su mundo interior.
A
Viktor Frankl sus pensamientos, su imaginación, su resiliencia -en términos
psiquiátricos- lo ataron al mundo y a la vida, impidiendo que desfalleciera,
permitiendo que sus células reinterpretaran una realidad hostil que, de ser
absorbida con la crudeza con la que realmente se estaba produciendo, hubiera
sido la antesala de la muerte, el
corredor de su muerte, con todo
un repertorio previo de torturas y crueldades.
Como
el junco flexible que se dobla y después vuelve a erguirse, Viktor Frankl hizo
frente a la maldad más salvaje. Y lo hizo de la manera más certera que supo:
ignorándola, como se ignora a la NADA antes de que ésta te aprisione y te
aniquile.
[i]
Viktor E.
Frankl: Neurólogo y psiquiatra
austriaco de origen judío nacido en 1905 y fallecido en 1997. Superviviente de
campos de concentración nazis. Varios años después de su liberación, recibió el
doctorado de Filosofía y posteriormente impartió clases en la Universidad de
Viena y en las Universidades de Harvard y de Stanford, entre otras de Estados
Unidos. En su libro más famoso, “El hombre en busca de sentido”, narra y describe
sus vivencias en los campos de concentración y plantea la necesidad de dar
sentido al sufrimiento y a la vida como mecanismo para resistir ante la
adversidad, y de cómo la libertad interior puede elevar al ser humano muy por
encima de su destino adverso.
“En otra ocasión estábamos
cavando una trinchera. Amanecía en nuestro derredor, un amanecer gris. Gris era
el cielo, y gris la nieve a la pálida luz del alba; grises los harapos que mal
cubrían los cuerpos de los prisioneros y grises sus rostros. Mientras
trabajaba, hablaba quedamente a mi esposa o, quizás, estuviera debatiéndome por
encontrar la razón de mis sufrimientos, de mi lenta agonía. (…) El guardián
pasó junto a mí, insultándome y una vez más volví a conversar con mi amada. La
sentía presente a mi lado, cada vez con más fuerza y tuve la sensación de que
sería capaz de tocarla, de que si extendía mi mano cogería la suya. La
sensación era terriblemente fuerte; ella estaba allí realmente. Y, entonces, en
aquel mismo momento, un pájaro bajó volando y se posó justo frente a mí, sobre
la tierra que había extraído de la zanja, y se me quedó mirando fijamente.” (Viktor Frankl. “El hombre en busca
de sentido.”)
Escrito por Fuensanta Martín Quero
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