Ediciones Adhara, 204 págs.
Dice
Ana Aguilar Berdún, licenciada en Geografía e Historia y profesora, en la presentación que hace de este libro que
“La voz que tuvo que permanecer
amordazada despierta para dibujarnos un crisol de horrores vividos por aquellos
que luego nos impulsaron a crecer, nos enseñaron a desarrollar la compasión, la
solidaridad, el sentido de la justicia, la honestidad… con sus ejemplos,
siempre dentro del silencio.” Es eso en esencia lo que busca esta novela. Hasta que los muertos lleguen al cielo,
entre sus principales pretensiones, contribuye a destapar la mordaza de
personas cuyas vidas han sido silenciadas por el peso de la historia, tal como
nos contaba Ángeles Caso en Un largo
silencio: “Afuera, multitudes de
almas se prepararán para guardar silencio, un largo silencio que habrá de
cubrir sin piedad esas vidas a las que les han sido robados el pasado y la
esperanza”.
Siguiendo
la temática social que es recurrente en la narrativa de Ana Herrera, Hasta que los muertos lleguen al cielo
nos cuenta la historia de desigualdades, escasez, injusticias, sufrimientos,
horrores, pero también de amor, amistad, colaboración y solidaridad, vivida
hacia el final de la Segunda República española, la Guerra Civil y la posguerra
por personas reales que en la novela pasan a ser personajes con nombres
ficticios, vecinos de un pueblo con un nombre inventado –Campoblanco– que evoca
a Campillos, lugar donde nació la autora. La narración se sustenta en
experiencias concretas de personas concretas, pero que, al mismo tiempo, son
comunes a una buena parte de la población española de esos años. Es por eso que
tenemos que hablar de varias historias contadas simultáneamente en la novela:
la historia de gentes del pueblo –en la doble acepción de la palabra–, que
luchan individualmente cada una desde sus propias circunstancias ante los
acontecimientos que les han tocado vivir, y la de un país convulsionado por una
guerra civil y arrojado a la miseria y a una férrea represión en los años
posteriores. El peso del escenario histórico y geográfico es tal en el texto, que
deja de tener un mero carácter contextual para convertirse en narración misma.
Y, como hilo conductor, una tercera historia aflora en él. Es la vivida por
Doris, personaje de ficción cuyo nombre es tomado por la autora en alusión a la
premio nobel de literatura Doris Lessing y que encarna a una escritora en edad
senil con principio de alzheimer que se convierte la mayor parte del tiempo en
narradora omnisciente, construyendo el relato de sus vivencias como una novela
dentro de otra novela. A través de la narración de Doris se va desgranando de
forma coral las experiencias, unas más cotidianas, otras más violentas, de
personas –personajes en la ficción– cuyas vidas pertenecen a esa gran masa de
gente cuya existencia ha quedado siempre bajo la sombra de la historia oficial,
los que la sufrieron realmente desde el anonimato y la invisibilidad y la
construyeron desde adentro, desde la intrahistoria, en el sentido otorgado por
la profesora de la Universidad de Cádiz María Dolores Pérez Murillo en una
versión dada al término introducido por Unamuno.
Se
hace un recorrido en el tiempo partiendo de la última fase de la Segunda
República española, describiendo a través de los relatos que Doris cuenta o
pone en boca de los personajes la situación socio-económica del momento:
desigualdades sociales, hambre en buena parte de la población, escasez, sobre
todo entre la gente del campo, analfabetismo y, como consecuencia de ello,
éxodos de la población rural a las ciudades para trabajar en las industrias en
pésimas condiciones, movimientos sociales y la intensificación de revueltas en
un ambiente prebélico. Los capítulos dedicados al desarrollo de la Guerra Civil
y de la posguerra son especialmente intensos,
muy gráficos y dotados de gran realismo desde el punto de vista descriptivo;
son escenas reales vividas por cada uno de los protagonistas de la novela que
ejemplifican las miserias y horrores sufridos por una gran parte de la
población española. Los fusilamientos ejecutados por los dos bandos, la huida
masiva de gente desde lugares como Campoblanco (Campillos) hasta llegar a
Málaga y desde aquí hacia otras regiones, la dispersión de las familias, la
miseria, la pérdida de seres queridos, el pavor producido por los bombardeos,
la visión de la muerte por doquier; después, las torturas y los trabajos
forzados en el campo de concentración de Albatea… Son especialmente duras las
escenas de la huida de los refugiados por la carretera de Almería, con imágenes
desgarradoras que ponen de manifiesto la cara más cruenta del ser humano.
Precisamente en esos capítulos la tensión narrativa alcanza su punto álgido
para ir relajándose poco a poco en los capítulos siguientes. Sin embargo, como
contrapunto al dolor y a la tragedia, también se viven experiencias de
encuentros, de amistad y de solidaridad, como la protagonizada por el médico
canadiense Norman Bethune al arriesgar su vida noblemente para prestar ayuda
humanitaria de forma voluntaria. Es ese contrapunto, esa dualidad de
sentimientos la que continuamente aflora en la novela de Ana Herrera, de tal
manera que las desgracias son compensadas por el amor, la esperanza, la entrega
a los demás o el deseo anhelante de recuperar la paz. La hambruna de la
posguerra, las cartillas de racionamiento, el dolor por los seres perdidos, las
represalias, las falsas denuncias, los expolios, los encarcelamientos, los
miedos… Todo un paisaje desolador de un país partido en dos. Y es en ese
contexto de caos en el que lo extremo se hace cotidiano. Por una parte, las
maldades ocultas en tiempos de paz salen a la luz y cobran especial virulencia,
por ejemplo las frecuentes acusaciones falsas a personas inocentes por envidia
o venganza personal. Por otra, la intensificación de sentimientos nobles de
solidaridad y de colaboración, como el caso de la pareja de brigadistas rusos
que combatieron con sus aviones contra el bando nacional y que en la novela
Doris –Ana– los convierte en personajes cuya historia llega a cobrar vida
propia, hasta el punto de que a Katia y Nikolai –nombres ficticios de ambos
brigadistas– les dedica más de un capítulo.
Dice
Lucía Prieto Borrego, doctora en Historia y profesora de Historia Contemporánea
de la Universidad de Málaga, en la introducción que hace a la novela que esta “no es la historia imaginada, sino la
historia vivida por “personajes” que no lo son, porque no han sido inventados,
sino descubiertos por quien no hace sino darles la voz…”. Y efectivamente,
Ana a través de Doris saca del anonimato a determinadas personas sencillas y
populares cuyas historias son las mismas
que las de todos los que sufrieron la guerra y la posguerra, de tal manera que
la ficción se convierte en la envoltura de la realidad y ésta en la médula de
la narración. No es, por tanto, una novela histórica al uso porque los
testimonios orales de los que se nutre son realidad palpable de su tiempo,
convertidos en esta narración de Ana Herrera en recopilación o material
valioso, en tanto que real, para el conocimiento de determinados
acontecimientos de la historia. Lo cual le confiere un doble valor: como novela,
por un lado, y como aportación al estudio histórico de una zona geográfica
concreta, por otro. Complementa esa contribución la documentación gráfica que
se intercala en el texto, consistente en una serie de fotografías de la época
cedidas por Ildefonso Felguera Herrera y por Jesús Majada.
Como
ya se ha dicho antes, la narradora principal es Doris, que a su vez es
personaje de la novela, pero no es la única porque en ocasiones el relato se
construye a través del diálogo entre ella y Katia –brigadista rusa–, o entre
los demás personajes. Doris unas veces es la propia Ana y, en otras ocasiones,
tal como confiesa la autora en algún pasaje, es su madre, su abuela o una
amiga. En cualquier caso, la narración, desde un punto de vista formal, se hace
de una manera clara, directa, sin aditamentos ni circunloquios, con una
precisión de palabras en la que no deja lugar a la duda ni a la interpretación,
porque el tema de la obra y lo que a través de ella se quiere expresar así lo
requieren. Sin embargo, no por ello se dejan atrás recursos estilísticos de
otra índole. Podría citar alguna personificación interesante (“negro bostezo de la muerte”), entre
otros, pero sobre todo, lo que más llama la atención cuando se profundiza en el
texto, es la existencia de dos símbolos poderosos, a mi modo de ver, uno por su
carácter emotivo, otro porque constituye uno de los temas fundamentales, que no
el único, de la novela. Me refiero, en primer lugar, a un caballo de cartón que
a uno de los personajes, Andrés, siendo niño le regaló su padre poco antes de
estallar la guerra. Después de todos los acontecimientos vividos con su familia
tras marcharse de su pueblo huyendo del ejército nacional, cuando regresan a
Campoblanco se encuentran que su casa, como otras tantas, había sido saqueada y
su preciado juguete ya no estaba, esto lo entristece profundamente y le hace
llorar. La pérdida del caballo de Andrés simboliza la infancia perdida por la
guerra, al igual que sus sueños de niño: “Los
sueños de Andrés, en cambio, se llenarían de columnas de humo densas y negras
como la noche más profunda…”. El segundo de los símbolos citados es la
terrible enfermedad que, de forma incipiente, padece Doris y que en los últimos
capítulos se agudiza: el alzheimer, o lo que es lo mismo, el olvido. Ana, a
través de Doris, desea que los recuerdos no se borren, que la vida de esas
personas, sus penurias y sus sufrimientos, no queden en la sombra de la historia
oficial, sino que se conozcan y se nombren y se cuenten como parte que son de
la memoria histórica. Doris desea combatir el alzheimer y se ayuda de Katia
para recordar. Ese es el deseo también de Ana Herrera: dejar testimonio antes
de que el olvido lo cubra todo.
El
propio título de la novela sugiere transitoriedad, algo no acabado que está
pendiente de hacerlo, y ese algo consiste en entregarles definitivamente la paz
a los muertos, a los protagonistas concretos y a la población que
representan que de forma imaginaria
esperan la finalización de sus historias, para lo cual la autora considera imprescindible,
no el camino de la negación, sino el de la visibilidad a través del recuerdo.
Que
Hasta que los muertos lleguen al cielo
sea una novela sobre la memoria histórica no cabe la menor duda, como tampoco
sería erróneo afirmar que, además, con ella se desea homenajear a no pocas
personas. Ana rinde homenaje con este libro a los ancianos reales con nombres y
apellidos que les cedieron sus testimonios, a la población que, como ellos,
sufrió los horrores y las penurias de la guerra y de la posguerra, a los fusilados
y represaliados, a los dos brigadistas rusos que ofrecieron sus vidas
altruistamente, al médico canadiense que intentó salvar a los heridos de la
carretera de Almería, a Campoblanco, que representa a cualquier pueblo del sur
de Andalucía –y en general de España– que padeció la dolorosa experiencia de la
confrontación entre hermanos/as y, de entre ellos, a Campillos, cuyas
costumbres y personajes más populares se describen y nombran; también, de
manera autobiográfica, a algunos antepasados de la escritora que han formado
parte de la historia de su pueblo y de sus propias raíces. Por último, a través
del personaje que lleva el mismo nombre, la autora ha querido homenajear a la
escritora inglesa Doris Lessing, premio nobel de literatura de 2007, fallecida
poco tiempo después de que esta obra saliera a la luz.
Quiero
reseñar igualmente la importancia que Ana Herrera, desde su perspectiva de
narradora, confiere al poder de la imaginación como refugio contra la cruda
realidad. En este sentido, Doris, que en ocasiones es ella misma, construye una
ficción paralela a la narración de los hechos reales llegando a modificar
incluso algunos de los acontecimientos acaecidos realmente y que previamente
ella ha contado, de tal manera que se permite darles un giro, tal como hizo con
el destino de los brigadistas rusos. En un pasaje dice Doris: “…viví a través de mis personajes todo lo
que me había negado el mundo real.”
Pero esta novela no
solo cuenta historias. Todo un elenco de sentimientos, surgidos la mayoría de
ellos de experiencias límites vividas por cada uno de los personajes, emerge a
lo largo de la narración despertando con frecuencia en el lector/a una emoción
contenida. El dolor, el amor, el odio, la solidaridad, la crueldad, la amistad,
el altruismo… En concreto, el amor entre hombre y mujer se presenta con
frecuencia a lo largo de los capítulos como camino hacia la felicidad frente a
la adversidad. Básicamente estamos ante una novela en la que los valores
humanos más nobles quedan siempre por encima de los más viles. En este sentido,
destacan las continuas referencias que la autora hace sobre la necesidad de la
paz con mayúsculas entre los seres humanos, erigiéndose este en el tema de
fondo de la obra. La autora, a través de Doris, plantea una reflexión acerca de
la capacidad o incapacidad del ser humano para no protagonizar más guerras y
duda de esta capacidad porque el poder y la riqueza son grandes obstáculos
frente al amor y los valores más humanos. Doris –Ana– reflexiona acerca de lo
injusto de una guerra y de sus terribles consecuencias: pérdidas, tragedias y
miserias, y considera que “la humanidad
debe seguir un solo camino, y es el camino de la paz”. Es esta reflexión
médula de la novela.
Son
tres los textos que presentan de manera introductoria esta obra. Ya he
mencionado antes los dos primeros. En el tercero de ellos, suscrito por Alba
Navarro Herrera, licenciada en Comunicación Audiovisual e hija de la autora, se
dice con gran razón que “Doris no podía
sucumbir a la enfermedad sin rescatar aquellas viejas historias, que no lo son
tanto”. Efectivamente, son historias no tan viejas, por un lado porque los
setenta u ochenta años transcurridos desde entonces hasta nuestros días no
supone mucho tiempo en el cómputo global de la historia de la humanidad; por
otra parte, porque en el actual contexto de crisis y recesión económicas
estamos presenciando con cierta frecuencia actitudes y manifestaciones que
hacen sospechar que las dos Españas lamentablemente siguen existiendo. Por eso,
desde un punto de vista reflexivo, se hace necesario más que nunca el recuerdo
de un pasado no tan lejano, la evidencia de las heridas aún sin cerrar del todo
para dejar paso a la reconciliación definitiva que es la reconciliación moral y,
sobre todo, dejar atrás el recurso de la confrontación que lleva
inexorablemente a la nada, jamás al triunfo, siempre a la destrucción y al
vacío. Dijo León Felipe en su poema El hacha, escrito inmediatamente después de
finalizar la Guerra Civil:“¿Por qué habéis dicho todos/que en España hay
dos bandos,/si aquí no hay más que polvo?”.
Por todo ello, cabe decir que Hasta que los muertos lleguen al cielo nos
ofrece diferentes facetas, todas ellas muy interesantes:
es una novela sobre la memoria histórica, es una novela que aporta testimonios
reales al conocimiento de la historia, es una novela-homenaje, pero, más que
nada, es una novela necesaria para recordarnos siempre que, como decía Doris, “la humanidad debe seguir un solo
camino, y es el camino de la paz”.
Escrito por Fuensanta Martín
Quero,
poeta perteneciente al Grupo Literario ALAS.
ANA HERRERA BARBA es diplomada en Magisterio y licenciada en Filología Hispánica.
Profesora de Lengua Castellana y Literatura. Realiza actividades de poesía,
teatro, prensa escuela y animación lectora. Participa en proyectos de
innovación educativa. Imparte conferencias y da recitales. Ha sido secretaria
de la Federación Provincial de Asociaciones de Mujeres de Málaga. En investigación,
ha publicado con la Delegación Provincial de Educación y Ciencias de Málaga Hidalgos y Mujeres de la Mancha
cuatrocientos años después y con la Asociación de Estudios Históricos sobre
la Mujer María Teresa León, la gran
olvidada y Mujeres en la historia.
Es coautora en diversos colectivos literarios (Firmana, Alas, Indocentes, Itimad)
y colaboradora en diarios y revistas culturales de carácter digital (El
Librepensador, Almiar, etc.), así como en diversos programas de radio (Amicam
Radio Campillos, “La Firma” de la Cadena Ser y las tertulias radiofónicas de
“La vida es bella” de RTV Marbella). Ha recibido varios premios literarios por
su obra poética y narrativa. Entre sus obras publicadas se encuentran la novela
corta Mi mundo sin fronteras y el
libro de relatos Una mujer, una historia.