A veces me pregunto por qué el ser humano se obceca en hacerlo todo, o casi todo, complicado y difícil.
En los miles de inframundos que pueblan el globo terráqueo la vida es un lujo. La supervivencia es el objetivo principal, el eje de cuantas acciones, buenas o malas, llevan a cabo las personas. La comida, el agua, la ropa, el cobijo, son sus metas inmediatas y no tan inmediatas. Sus metas para siempre. Y en mitad de esa perenne -¿infranqueable?- salvajada contra seres a los que se les ha robado a priori el derecho de vivir dignamente, surgen y proliferan líderes y grupúsculos en torno de ellos, acaparadores compulsivos de toda materia objeto de su antojo. Personas muy ricas y otras muchas cuyas miras diarias van dirigidas al penoso mantenimiento de su existencia.
Los inmensos inframundos de los países subdesarrollados, y aquéllos otros ubicados en pleno corazón del progreso. Lugares mugrientos donde revolotean mujeres y hombres por detrás de una gran línea divisoria que los aleja de un rumbo definido y cierto, que los estigmatizan como la marca a fuego que identifica al ganado. Gente fuera del comercio, de las buenas apariencias, de los horarios de las comidas, de la bendita rutina -y no tan bendita-, de la certeza de un cobijo estable, del saber indispensable, de las leyes y de la moral. Gente fuera del tiempo. Debajo de cartones o de puentes, en los bancos de cualquier parque, en las esquinas sentados como perros enfermos, en habitaciones hacinadas donde la humedad y la sordidez desmoronan paredes y techos. Pero también, esa enorme masa de gente que, sin estar en el subsuelo desértico de la exclusión, rayan a diario el límite, la frontera que separa la nada de lo mínimo, y que perviven dentro de un débil equilibrio que en cualquier momento puede romperse, en eso que se ha venido en llamar “el umbral de la pobreza”. Ni qué decir tiene las escalofriantes historias de los inmigrantes que desafían las leyes de los océanos en busca de cumplir sus esperanzas en lugares lejanos de los que los vio nacer, para después topar con el desencanto y la desesperación; de los mineros de las oscuras grutas bolivianas; de los millones de niñas y niños explotados en fábricas, minería o agricultura en países en vía de desarrollo; o de las mujeres violadas y de los hombres destrozados a tiros en guerras fratricidas de África. Historias que pueblan la corteza terrestre como interminables púas punzantes y baldías.
En este mundo tan variopinto, de diversidad social tan amplia, también hay sitio para los que, no viviendo en la miseria, depositan gran parte de su tiempo -es decir, de su vida- al servicio de una producción y de unos inconmensurables beneficios ajenos, estatales o privados. La vorágine capitalista impulsada por el Estado comunista de China paradigma una revolución industrial peculiar, al modo de la experimentada en Europa en otras épocas históricas, en la que millones de trabajadoras y trabajadores se ven inmersos en una gigantesca maquinaria que los usa, a cambio de salarios baratos y sin derechos sindicales, en interminables jornadas laborales, despojándolos de su tiempo y de su vida. Pero, aún más cerca, en las sociedades occidentales de nuestro entorno, los desequilibrios siguen produciéndose. Ante un aparente orden en el que la circulación de los recursos parece garantizar el bienestar de las ciudadanas y ciudadanos, una muchedumbre amorfa e inmensamente diversa intenta abrirse paso hacia el oxígeno de la vida. Estrictos horarios, la mayor parte de las veces interminables entre un ir y venir hacia puestos de trabajo que requieren superar a diario la asfixiante odisea del tráfico o de un transporte público saturado; ruidos de motores, de agitación, entre el pálido silencio de rostros ausentes; infinitos quehaceres laborales, larguísimas colas donde la gente espera la ejecución de miles de gestiones absurdas para casi todo, trámites, agendas colmadas de citas, quehaceres domésticos realizados después de largas jornadas de trabajo, convencionalismos sociales que rellenan los escasos huecos de tiempo libre, requisitos miles desde tempranas edades para superar fases de estudios en medio de un enfermizo afán competitivo , obstáculos miles para encontrar un puesto de trabajo en condiciones dignas, trabas miles para muchas personas para llegar a fin de mes… Vida absurda que se convierte en un sumatorio de actos muchas veces absurdos, en la que no se percibe el sol, el aire, el tiempo sin premuras, las sensaciones más elementales y puras de la existencia. Hacer de todo menos vivir. Alejados del contacto con la naturaleza, se reciben los alimentos envueltos en plásticos altamente contaminantes para un mundo abocado al suicidio si nada se hace ya por él, la visión más inmediata es el ladrillo y el asfalto de las vías, la realización personal para muchas personas es el consumo inagotable de productos manufacturados que invaden los cada vez más escasos metros de las viviendas de las ciudadanas y ciudadanos medios. No se muere de inanición, pero tampoco se vive.
Mundo bipolar, donde hay pobres y ricos, donde unos pocos sobreviven ante terribles terremotos en lujosas casas incólumes desde atalayas en las que se observa, como un paisaje lejano e impersonal, el aterrador caos de la muerte y el sufrimiento colectivos bajo las toneladas de escombros; donde la avaricia y la corrupción acaparan muchos bienes y destruyen o subyugan muchas vidas; donde se habla de grandes verdades para contar grandes mentiras; donde nacer es un golpe de suerte o un golpe de mala suerte según dónde y cuándo porque hay cercos, alambradas invisibles -y otras que no lo son- que separan el privilegio de la miseria, el transcurso natural de la vida de la asfixia de las carencias, la lógica de la existencia de la irracionalidad de los sistemas.
A veces me pregunto si algún día cambiará el rumbo de los acontecimientos, si los gobiernos serán capaces de entender que las naciones se componen de personas y no de una masa heterogénea como una enorme nebulosa sin rostro y sin emociones, que la ingente cantidad de leyes y Reales Decretos que promulgan tienen que simplificar la vida y dignificar al ser humano, que las macroeconomías tienen que estar al servicio de los individuos y no a la inversa; me pregunto si los políticos en su conjunto, y si los líderes ideológicos y morales, llegarán a asumir que la elocuencia no está reñida con la verdad y no puede ser vehículo fácil del engaño; me pregunto si los subrepticios grupos de presión dejarán de acosar en los resquicios del poder, si la obsesión por las riquezas dejará de ser una premisa para dejar paso, en cambio, a la distribución equitativa de los recursos del Planeta, si los valores transmitidos en los hogares, en los medios de comunicación y en los grupos sociales, alguna vez asentarán sus cimientos -en términos reales- en el respeto hacia los demás, en la tolerancia, en la igualdad, en la empatía, en la equidad, en la conservación de los recursos y espacios naturales, en la justicia. A veces me pregunto acerca de lo intrincado de este mundo y del porqué el ser humano se obceca en hacerlo todo, o casi todo, complicado y difícil.
(Escrito por Fuensanta Martín Quero)
Estoy de acuerdo en llevar vida sencilla -que no simple-, una vida compatible con el medio ambiente y la naturaleza. Ser consciente de que nuestra sociedad se comporta como depredadora con sus semejantes y el medio en que vive es importante para cambiar el rumbo que llevamos. Punset dice "Tendríamos que cambiar la mente para cambiar la realidad" y yo añado "utilizando la inteligencia emocional", empatizando, sintiendose parte implicada. La Política y Economía mundial debe ser compatible con el sostenimiento del planeta pero sabemos que los movimientos Ecologistas y los Igualitarios son minoría. Ser conscientes de esto como colectivo, comunicar a la ciudadanía es lo que haces con este artículo que yo alabo.
ResponderEliminarUn abrazo, Aurora