domingo, 3 de junio de 2012

LECCIONES DE VIKTOR FRANKL


Una de las mayores alienaciones producidas en el ser humano  en la historia de la Humanidad fue la que padecieron los prisioneros de los campos de concentración nazis. La persona quedaba relegada no solo a un instrumento para ser utilizado en trabajos forzados y en experimentaciones médicas horrendas, sino  a un objeto destino del sadismo por el sadismo. Viktor Frankl[i] sufrió la maldad atroz en su misma cúspide en aquellos lugares infames. Pero, a pesar del enorme sufrimiento que soportó y del que fue testigo junto a sus congéneres, el horror no pudo anularlo. La máxima alienación -entendida como reificación- a la que puede estar sometido un ser humano se escapaba entre los resquicios más insospechados para los demás. Allá por los rincones recónditos de su mente.

Atrapado entre los muros de Theresienstadt y de Auschwitz, entre otros campos de concentración, transcurrieron los días y los meses y Viktor Frankl, inerme y arrastrado por las circunstancias, fue desdoblándose, sin pretenderlo, en cuerpo y en pensamiento. Su cuerpo era empujado por los acontecimientos aniquiladores de la carne -la inanición, los trabajos forzados, el castigo físico, el hacinamiento, etc.- y de los sentimientos -la humillación, los insultos, la herida moral-, pero su mente transcurría horas y horas más allá de las vejaciones y de la esclavitud, mucho más lejos de las alambradas y de los muros.

Rozando el aire a cada instante, las palabras imaginadas con su joven esposa, aquellas largas y benefactoras conversaciones, no solo eran el calmante que aliviaba el dolor, sino la sangre que alimentaba su famélico cuerpo. No importaba que ella ya hubiera muerto y que posiblemente formara parte de esos amasijos de cadáveres revueltos que colmaban las fosas comunes abiertas como profundas heridas en la tierra que nunca cicatrizarán. Él la sentía cerca y constantemente conversaba con aquella mujer con la que deseaba firmemente seguir el rumbo de un destino compartido bajo el techo de sus pensamientos y de sus fantasías.

La cruel realidad era solo una pantalla que visualizaba de vez en cuando durante breves minutos, a veces cuando algún compañero de fila caía al suelo exhausto y sin vida a pocos metros de él. Seguramente lo miraría, entendería lo que había sucedido y regresaría al mundo feliz de sus interminables conversaciones con su esposa, clausurando la pantalla miserable de lo que en verdad acontecía ante sus ojos con un impulso vital que desde adentro lo conducía por los caminos despejados de su mundo interior.

A Viktor Frankl sus pensamientos, su imaginación, su resiliencia -en términos psiquiátricos- lo ataron al mundo y a la vida, impidiendo que desfalleciera, permitiendo que sus células reinterpretaran una realidad hostil que, de ser absorbida con la crudeza con la que realmente se estaba produciendo, hubiera sido la antesala de la muerte, el corredor de su muerte, con todo un repertorio previo de torturas y crueldades.

Como el junco flexible que se dobla y después vuelve a erguirse, Viktor Frankl hizo frente a la maldad más salvaje. Y lo hizo de la manera más certera que supo: ignorándola, como se ignora a la NADA antes de que ésta te aprisione y te aniquile.




[i] Viktor E. Frankl: Neurólogo y psiquiatra austriaco de origen judío nacido en 1905 y fallecido en 1997. Superviviente de campos de concentración nazis. Varios años después de su liberación, recibió el doctorado de Filosofía y posteriormente impartió clases en la Universidad de Viena y en las Universidades de Harvard y de Stanford, entre otras de Estados Unidos. En su libro más famoso, “El hombre en busca de sentido”, narra y describe sus vivencias en los campos de concentración y plantea la necesidad de dar sentido al sufrimiento y a la vida como mecanismo para resistir ante la adversidad, y de cómo la libertad interior puede elevar al ser humano muy por encima de su destino adverso.


“En otra ocasión estábamos cavando una trinchera. Amanecía en nuestro derredor, un amanecer gris. Gris era el cielo, y gris la nieve a la pálida luz del alba; grises los harapos que mal cubrían los cuerpos de los prisioneros y grises sus rostros. Mientras trabajaba, hablaba quedamente a mi esposa o, quizás, estuviera debatiéndome por encontrar la razón de mis sufrimientos, de mi lenta agonía. (…) El guardián pasó junto a mí, insultándome y una vez más volví a conversar con mi amada. La sentía presente a mi lado, cada vez con más fuerza y tuve la sensación de que sería capaz de tocarla, de que si extendía mi mano cogería la suya. La sensación era terriblemente fuerte; ella estaba allí realmente. Y, entonces, en aquel mismo momento, un pájaro bajó volando y se posó justo frente a mí, sobre la tierra que había extraído de la zanja, y se me quedó mirando fijamente.”  (Viktor Frankl. “El hombre en busca de sentido.”)

Escrito por Fuensanta Martín Quero