viernes, 20 de febrero de 2015

LA MIRADA HORIZONTAL

Las vemos a diario, percibimos por doquier atalayas verticales y altísimas habitadas por seres ataviados con la indumentaria propia del egocentrismo, a veces inocente, otras tantas maléfico. Laureamos sin conocimiento de causa a aquellos que adornan sus vidas con todo un elenco de objetos materiales e inmateriales que los elevan a la cumbre.

Miro a mi alrededor y observo cómo interactúa la gente, qué actitud se adopta en el acto de la comunicación, qué posición manifestamos en el juego de roles. Asumimos nuestros empleos como parte de nuestra esencia, también nuestras pertenencias, nuestros méritos por reconocimiento de un sistema de capacidades competitivo, e interiorizamos nuestro ser social y lo hacemos visible por encima y por delante de nuestro ser esencial. Las cualidades intrínsecas de cada persona no bastan en una sociedad con fuertes raíces estamentales y competitivas. El grado superlativo es el que más gusta usar, pero abanderar como premisa irrefutable ser el mejor o la mejor en cualquier aspecto lleva implícito querer estar por encima del otro.

Las relaciones humanas suelen fluctuar en un juego de poder de infinitas variantes que abarcan ámbitos profesionales, empresariales, académicos, culturales, personales y, no digamos, políticos… Dominar al ajeno con frecuencia es la intención subyacente o manifiesta que se mueve en un amplio espectro de grados, desde la hipocresía babosa que pretende un interés oculto al despotismo cruel de los que disponen, vejan, utilizan o arrebatan la vida de los demás. En cualquier caso, el germen, la semilla es la misma.

Pero ¿por qué la búsqueda y el ansia por fundar atalayas? ¿Es connatural esta forma de ser a la especie humana? Cuanto menos resulta llamativo lo arraigado que permanece el deseo de superioridad de muchos seres humanos respecto de sus congéneres. Los valores que imperan en las sociedades actuales se perciben también en hechos aparentemente inocentes e inocuos, pero que están presentes y constituyen la onda pequeña que se va propagando y haciendo cada vez mayor en la superficie del agua. ¿De qué nos sorprendemos, pues, cuando escuchamos noticias cruentas y terribles de seres que matan a otros seres, o aquellas otras que cuentan de forma tendenciosa engaños insidiosos disfrazados de verdades, proferidos por gobernantes obtusos e injustos? ¿De qué nos sorprende todo ello si las verdades desde la infancia son infravaloradas, la competitividad impuesta como base de los sistemas educativos y el título a la excelencia se nos ofrece como el camino de la salvación?

No se fomenta la igualdad real de los seres humanos solo con pronunciarla. La suma de los actos y actitudes igualitarios construyen el camino. Los valores predominantes tienen que ser puestos en tela de juicio una y otra vez. Deconstruir para volver a construir. Pero los valores son ideas, y estas se expresan mediante las palabras. Tanto unas como otras constituyen un todo, una unidad que adquiere fuerza cuando se transmite. Y es aquí donde los escritores y escritoras, donde los intelectuales y los poetas (tal es mi caso) podemos intervenir.

Las ideas transmitidas por medio de las palabras forman a los que las reciben, ofrecen perspectivas diversas, crean conciencias y las aúnan, constituyendo el punto de partida de las acciones. Y estas son las que corrigen la zozobra de nuestro mundo caótico. Así ha ocurrido siempre en la historia. Las grandes revoluciones que impulsaron horizontes esperanzadores y sociedades renovadas tuvieron su semilla en escritos donde se plasmaron discursos críticos de grandes pensadores.

La escritura también es la onda pequeña que en el agua se propaga y se va haciendo cada vez más grande. Por ello, resulta necesario un cambio de actitud de los profesionales del arte de escribir, porque aquí sí que se puede decir que no bastan las palabras. Las actitudes hablan por sí mismas. La arrogancia en los comportamientos destruye todo mensaje escrito en pro de valores positivos. Los laureles decapitan la autenticidad de la palabra sentida. Hoy en día, como en otras épocas históricas, uno de los principales pecados de muchos escritores y poetas (aunque no se pueda decir que sea algo generalizado) es la excesiva complacencia hacia el halago y el reconocimiento públicos. Sin desmerecer a los que en justicia los reciben, no es admisible desde un punto de vista humano la excesiva afectación y encumbramiento tanto por parte de los otorgantes como de sus receptores, perdiendo así la perspectiva de la verdadera y auténtica función de estos últimos, que no es otra que la comunicación mediante la extrañeza del lenguaje, el uso retórico del mismo, con una finalidad cultural, social, lúdica y/o didáctica de cara al lector o lectora, al tiempo que se contribuye a transmitir la cultura de la comunidad.

Ejercer este oficio implica comunicar desde el respeto hacia los demás considerándolos iguales, poseer una visión del mundo externo, no como escenario enaltecido del propio ego, sino como lugar de encuentro cuyas aberraciones deben ser corregidas y, para ello, evidenciadas y enjuiciadas mediante los recursos retóricos del lenguaje.

Los laureles no valen, ni sirven las atalayas desde donde no cabe la mirada horizontal. Estoy convencida, completamente convencida, de que las ideas y los valores positivos transmitidos por la palabra escrita depuran las maldades y contrarrestan el frenético avance de la depredación humana en una balanza que permanece en constante oscilación. No creo en la utopía, pero sí en el camino hacia la utopía. Por eso digo: no sucumbamos en esta tarea. Seamos, escritores y escritoras, intelectuales y poetas, humildes en el hacer y contundentes en el escribir, desde el ejemplo, dignificando a este bello oficio, y desde esa mirada horizontal necesaria que convierte en verdad a las palabras.

“La responsabilidad ética de las personas está vinculada al reconocimiento del otro como un igual, no existe otra obligación moral que aquella que deriva de la creencia de que los seres humanos somos responsables unos de otros.”

(Juan Carlos Mestre. Entrevista en el Diario de León.es el 18 de febrero de 2015).


En las plazas la palabra se desnuda como una flor al amanecer.
 Díganme poetas del mundo
 ¿Cuál es el sentido de la vida?”

(Gioconda Belli. Fuego soy, apartado y espada puesta lejos).


Fuensanta Martín Quero.