lunes, 22 de julio de 2013

Crítica literaria: LAS HIJAS DE YEMAYÁ, de Inmaculada García Haro

      

        Es este el título del primer libro que inicia la Colección de Monografías Publicapitel, promovida por el grupo cultural malagueño Capitel, al que pertenece su autora. Inmaculada García Haro forma parte además de la Asociación de Mujeres por la Literatura y las Artes (ALAS) y de la Asociación Cultural Isla de Arriarán, es poeta, narradora y ha publicado artículos de opinión y ensayos en diferentes medios. Su vocación por la cultura en cualquiera de sus manifestaciones, le ha llevado asimismo a comisariar exposiciones de artes plásticas.

En una cuidada edición de la editorial “El desván de la memoria”, se nos ofrece un poemario lleno de matices en el que prima la autenticidad de la expresión por encima del corsé estético de la métrica y la rima, sin que ello implique una poesía desnuda en el sentido juanramoniano de lenguaje escueto y sin ornamentación, porque, efectivamente, la autora no escatima la utilización de recursos y adornos estilísticos para dotar de intensidad expresiva al verso. Metáfora (“Mi casa interior/tiene pies enredados de hojarasca”), oxímoron (“la salida iluminada de lo oscuro”), paradoja (“pues ladrillos de agua/conforman sus muros”), hipérbole (“Te cabalgo y me rompo/deshaciendo la piel que no me sirve”), entre otros. Pero, sobre todo, es este un poemario de fuerte carga simbólica. Yemayá, deidad africana y afroamericana, es el océano, el mar, que es fuente fundamental de vida; es la diosa madre, patrona de las mujeres y dueña de las aguas, es la “madre cuyos hijos son como los peces” (significado etimológico). Un elenco de deidades mitológicas aflora a lo largo de los poemas de este libro -artificio este que es utilizado de manera recurrente por la autora en buena parte de su obra̶-  completando el soporte simbólico del poemario junto a la presencia del mar que encarna la vida misma. La poeta se llama a sí misma “hija” del mar (de Yemayá), del que nace y del que está hecha, en el que se sumerge “Investida y coronada” “con la fuerza de Neptuno”, sintiéndose parte de un todo, de “Un universo de agua” que la contiene.

Como indica José Luis Pérez Fuillerat, prologuista del libro, dos temas importantes del mismo, entre otros, son el amor y la amistad. A estos añadiría yo además, como telón de fondo, la femineidad. Para Inmaculada García Haro, feminista de pura cepa, este es un concepto que emerge en ella sin esfuerzo, de forma natural, vertebrando multitud de sus escritos. También aquí. Lo femenino entendido no como género sino como esencia misma del sujeto lírico, como fuerza interior, como arquetipo en el sentido dado por Carl Gustav Jung de contenido del inconsciente colectivo que tiene carácter universal, y que, en el caso concreto que nos ocupa, deviene en diferentes facetas: la mujer como hija, en el sentido carnal y no simbólico del término, como hermana, madre, amiga y amante. Siendo estas dos últimas las que más presencia tienen en el poemario, no por desmerecer la importancia de las otras, sino porque a lo largo del hilo conductor del mismo la amistad y el amor se constituyen en pilares básicos de la evolución del yo poético.

Efectivamente, “Las hijas de Yemayá” ofrece una secuencia. No es un poemario plano que dibuje diferentes ángulos de una misma realidad lírica, sino que, de manera intrínseca, se reproduce un tiempo, un recorrido evolutivo del estado emocional del sujeto lírico. Así, comienza con un poema introductorio, titulado “Huecos”, que habla de un antes y  un después. El segundo poema (“La casa de las tres muñecas”) vuelve la mirada hacia el pasado, hacia una etapa de infancia compartida con sus dos hermanas que se desvanece con el paso del tiempo, dando lugar en la última estrofa a la necesidad de reconstruir lo perdido como un hálito de esperanza. El tercero (“Hay caracolas que silban adiós”) es la expresión de una despedida; y, a partir de aquí, aparece un grupo de seis poemas en el que el sujeto lírico recorre un proceso de reafirmación interior, se mantiene “Incólume” (título del cuarto poema), “es más fuerte que un buque/en noches de oleaje/pues ladrillos de agua/conforman sus muros”,  (bellísima paradoja la de estos dos últimos versos), y se sumerge en el mar (que es fuente de vida) “investida y coronada” “con la fuerza de Neptuno”.  Es aquí cuando la amistad recompone sus “alas rotas”, le ofrece “palabras y alimento” o se convierten en su “antídoto” y en su “red”, en tanto que la maternidad le ofrece “el don de permanencia”.

En esa progresión temporal en la que estado interior subjetivo y versos van de la mano, aparece un poema corto (apenas catorce palabras), titulado “Remate”, que sirve de bisagra entre los anteriores y los que a continuación figuran. Quiero significar la intensidad del mismo, su capacidad para transmitir aquello que se desea de una manera completa y certera, pese a su brevedad, amplificando el contenido semántico de los vocablos que lo conforman, lo que denota maestría en el hacer literario, y esta maestría se percibe sobre todo cuando la palabra, ella sola, sin adornos, se transforma directamente en emoción por el lector o lectora que la recibe. Siempre que abordo este tema de la brevedad en poesía, me vienen a la memoria poemas cortos de una gran belleza lírica como aquellos de Miguel Hernández titulados “Llegó con tres heridas” o “Tristes guerras”, en los que la capacidad de síntesis de los vocablos es inversamente proporcional a la carga emotiva de los mismos. Una verdadera maravilla muy difícil de conseguir.

La siguiente serie de poemas desvelan una nueva posición emotiva del sujeto lírico, esta vez de la mano del amor y la sensualidad erótica, a través de los cuales “la hija de Yemayá”, inmersa en “Un universo de agua” de ese mar que la purifica y es esencia de ella misma, alcanza su plenitud, “protegidos por muros de cristal”. El amor se presenta como motor que transfigura la vida y que permite “el nuevo amanecer” de sus días, cuya victoria final la autora quiere festejar con un poema que, a modo de brindis, dedica al vino.

Por último, decir que el libro se completa con una serie de ilustraciones de Carlos Esteve Secall, muy bien conseguidas por cierto, que acompañan a una buena parte de los poemas.

En “Las hijas de Yemayá” la esencia procedente del mar, como madre y origen, como deidad protectora de la mujer encarnada en el sujeto lírico, es camino de sanación que nutre y purifica y permite la victoria de la vida. Es un poemario no extenso, pero de gran expresión lírica procedente sobre todo de la autenticidad que Inmaculada García Haro vierte en sus versos y que, conjuntamente con los recursos literarios citados, le confieren un pulso, una calidad poética merecedora, sin lugar a dudas, de ser tenida en cuenta.


Escrito por Fuensanta Martín Quero.


*Publicado el 7/7/2013 en la revista de la Asociación Colegial de Escritores de España, Sección Autónoma de Andalucía: http://www.aceandalucia.org/



miércoles, 19 de junio de 2013

POETA-OFICINISTA

Poeta-oficinista. Eso es lo que soy. Un tiempo dividido en el que me ocupo en roles divergentes, opuestos como el agua y la sed, como el calor y el frío. En la burocracia me gano el sustento material, en la lírica me nutro el alma. Oficinista de ocho a cuatro, poeta veinticuatro horas al día. La pantalla y el teclado son apéndices de mis dedos, lo mismo compongo notificaciones dirigidas a ciudadanos y ciudadanas en el cumplimiento de una función pública, que compongo versos sin destinatario cierto, tal vez para nadie o tal vez para gente presente o futura que no conoceré nunca. El lenguaje sordo, preciso, preestablecido, del acto administrativo es la antítesis de la metáfora, de la plasticidad creativa de la lírica. Por eso durante años, durante muchas y muchas mañanas de muchos años –bendita suerte ganada a pulso por mis propios méritos– mi cerebro ha forjado un camino, una estructura de pensamiento opuesta a su natural tendencia hacia lo emotivo y bello a un tiempo, hacia la ausencia de límites conceptuales, hacia la imagen grabada en un cuerpo de sílabas musicales. A diario me visto de oficinista, escribo como oficinista, me comporto como oficinista y pienso como oficinista, en un ambiente rodeado de gente parecida a mí en su fuero externo, mientras dentro de mi piel bulle, encapsulada, “mi otra”, esa a la que no olvido nunca, esa que se esfuerza por silenciar su presencia en un contexto que no le pertenece, esa que constantemente me golpea en las sienes cuando apenas le hago caso. “Mi otra” aguanta mi obsesión por el cumplimiento del deber no interiorizado, soporta que mis ojos sientan el cansancio tremendo de una lectura intensa no deseada, y espera en un desván arrinconada hasta mucho después de que yo pase la tarjeta por el reloj de control horario. Y, cuando llega la noche o una tarde de íntima conversación con ella, me ofrece una sonrisa afable y permite que respire profundamente en la paz de una habitación cerrada.
Sé que siempre ha habido y hay “muchos otros” y “muchas otras” esperando su momento tras la piel de gente que a diario madruga y mira el reloj despertador como a un ente obsceno y abominable que impone su disciplina sin piedad. No pienso en aquellos cuyas profesiones contribuirían seguramente a su realización personal al tener éstas un vínculo con la escritura, como Antonio Machado o Dámaso Alonso, que se dedicaron a la docencia; me acuerdo más bien de esos otros cuyos empleos no tenían ninguna proximidad con su faceta literaria. Charles Dickens comenzó a ganarse la vida con doce años trabajando en una fábrica de betún para el calzado, William Faulkner trabajó como cartero en la Universidad de Mississippi y Franz Kafka fue empleado de una compañía de seguros. Hay una lista interminable de escritores y escritoras con oficios muy diversos, tanto de otros momentos históricos como actualmente. La autora italiana Daria Galateria, nos cuenta en su libro “Trabajos forzados. Los otros oficios de los escritores” cómo Máximo Gorki fue pescador, fogonero y pinche de cocina, entre otros oficios; Eliot fue empleado de banca, trabajando en un sótano “como un pájaro negro en un comedero”, o Jack London, uno de los escritores mejores pagados de su tiempo, sobrevivió antes como cazador de ballenas en el Ártico. Para Saint-Exupéry subirse a un avión era su verdadero trabajo, y León Tolstoi dejó la escritura para retirarse a una aldea de Rusia y trabajar como zapatero.

No podemos olvidarnos de escritores más cercanos en el tiempo con oficios diversos, como Miguel Delibes que comenzó como dibujante de caricatura en un periódico, José Saramago que tuvo que abandonar sus estudios a los quince años por falta de medios para ponerse a trabajar como cerrajero, y el chileno Roberto Bolaño que fue lavaplatos, camarero, vigilante nocturno, basurero, descargador de barcos y vendimiador; y así un largo etcétera.

La ausencia de mujeres escritoras en este largo elenco viene dada por la excepcionalidad que ello suponía en el pasado histórico, al estar relegadas a roles apartados de la cultura como hecho social e individual. En las últimas décadas, esta situación de marginalidad de la mujer como creadora y productora de obras literarias ha cambiado en buena medida en lo referente a algunos géneros literarios, como en la narrativa.
  
Hoy en día son muchos y muchas los escritores y escritoras que estamos empleados en otros trabajos ajenos a la literatura para poder vivir. Son muy pocos, en cambio, los escogidos, los que tienen un nivel de venta por sus obras que les permiten dedicarse al oficio exclusivo de la escritura. Otros tienen profesiones más cercanas al mundo de las letras, como los que se dedican a la docencia, sobre todo la universitaria, y los periodistas. En un mundo como el nuestro en el que se sobrevalora los conocimientos adquiridos por su cantidad y no tanto por su calidad, en el que se promueve la acumulación de títulos, cursos de diversa índole y másteres, aunque muchos jóvenes “plurititulados” y políglotas se vean abocados a emigrar, la literatura actual está más valorada socialmente cuanto más próximo esté su autor o autora al entorno de la “oficialidad”. Es más fácil que una editorial de prestigio acepte publicar una novela o un poemario de un escritor o escritora relacionado con el mundo universitario o periodístico que el de otro/a que esté empleado, por ejemplo, en una empresa de repuestos para automóviles (tales fueron los comienzos de Mario Benedetti). Por la misma razón, muchos premios literarios se otorgan a autores que son poseedores de títulos universitarios, que además antes hayan sido galardonados en otros certámenes (a más premios más posibilidades de sumar el siguiente) y que pertenezca o esté relacionado con ciertas élites. La cultura de la acumulación. Tener por encima de ser, tal como Erich Fromm nos afirmó hace tiempo.

Pero yo, que soy oficinista durante ocho horas diarias y poeta durante veinticuatro, que aprobé dos cursos de Derecho cuando esta carrera se componía de cinco, y que la única lengua que medio domino es la española, soy consciente de que, como afirmó Vicente Aleixandre, “Poesía es comunicación”, y en ello estoy. Gloria Fuertes, que también fue oficinista antes de ser conocida, dijo en cierta entrevista que ella había trabajado durante muchos años  en “horribles oficinas”. No sé si lo de “horribles” hacía alusión a las dependencias concretas en las que trabajó o más bien quiso calificar con un epíteto improvisado a este tipo de lugares. Lo cierto es que ella también fue poseedora del “doble Grado” que yo, como otros tantos, ostento: Poeta-Oficinista. Un título de nuevo cuño que guardo debajo de mi almohada, muy cerca de mi conciencia, para que no se me olvide la doble faceta –que no doble vida– que compone mi existencia.

 Un bello poema de la norteamericana Amy Lowell titulado “Lilas”, en el que ofrece un espléndido canto a la vida y a sus raíces de Nueva Inglaterra, allá por los albores del pasado siglo, dice:

“…Alardeasteis de la fragancia de vuestras flores
al cruzar por las anchas puertas de las Aduanas,
vosotras, y el sándalo, y el té,
abrumando las narices de los oficinistas
cuando un buque llegaba de la China.
(…)
Hasta que se revolvían sobre sus altos asientos
y escribían poemas en sus papeles
tras los apilados libros de cuentas…”

Escrito por Fuensanta M. Quero




     

viernes, 14 de junio de 2013

AIRE

Aquella tarde otoñal. Gris metalizada como la carrocería de un coche recién salido del concesionario. La tenue luz en el mármol beis de una calle de trazado rectilíneo, escenario de mimos y figuras monocromáticas; paisaje urbano por donde caminan y se entrecruzan personas diversas que olvidan las prisas de las grises calzadas. Recordar ese espacio, aún vivo y vivificante, como un encuentro inesperado con la magia y la ilusión de hacer tangible lo irreal. Sentir la levedad del aire en mitad de la ausencia de los rincones presurosos. Allí en medio, permaneciendo como sombras expectantes ante aquel hombre de mediana edad, ante aquel maestro del violín en cuyos dedos revoloteaban decenas de colibríes inquietos, diminutos y sutiles como brevísimos instantes, unidos en elongadas notas musicales. La fugacidad atrapada, doblegada en nuestros cuerpos, en nuestras mentes demasiado habituadas al latrocinio indolente de las horas diurnas y al estrépito que inunda cada rincón urbano. Algo verdadero y sin nombre emanaba allí mismo, brotando desde un manantial invisible pero intensamente leve. Aire. Bach... Y sentir a continuación que el desaliento perturbador de la rutina y sus miles de filos, que el acoso de la ignominia y las febriles ansias de poder sobre los débiles, que el humillante sometimiento de tantos destinos en manos acaparadoras e insensibles, quedaron disueltos en átomos perdidos entre los ácaros inmundos del suelo; lejos, muy lejos de una verdad inexorable que penetraba en los pulmones a través de los sentidos. En cinco minutos de gloria.

 Escrito por Fuensanta Martín Quero.