Las
vemos a diario, percibimos por doquier atalayas verticales y altísimas
habitadas por seres ataviados con la indumentaria propia del egocentrismo, a
veces inocente, otras tantas maléfico. Laureamos sin conocimiento de causa a aquellos
que adornan sus vidas con todo un elenco de objetos materiales e inmateriales
que los elevan a la cumbre.
Miro
a mi alrededor y observo cómo interactúa la gente, qué actitud se adopta en el
acto de la comunicación, qué posición manifestamos en el juego de roles.
Asumimos nuestros empleos como parte de nuestra esencia, también nuestras
pertenencias, nuestros méritos por reconocimiento de un sistema de capacidades
competitivo, e interiorizamos nuestro ser social y lo hacemos visible por
encima y por delante de nuestro ser esencial. Las cualidades intrínsecas de
cada persona no bastan en una sociedad con fuertes raíces estamentales y
competitivas. El grado superlativo es el que más gusta usar, pero abanderar
como premisa irrefutable ser el mejor o la mejor en cualquier aspecto lleva
implícito querer estar por encima del otro.
Las
relaciones humanas suelen fluctuar en un juego de poder de infinitas variantes
que abarcan ámbitos profesionales, empresariales, académicos, culturales,
personales y, no digamos, políticos… Dominar al ajeno con frecuencia es la intención
subyacente o manifiesta que se mueve en un amplio espectro de grados, desde la
hipocresía babosa que pretende un interés oculto al despotismo cruel de los que
disponen, vejan, utilizan o arrebatan la vida de los demás. En cualquier caso,
el germen, la semilla es la misma.
Pero
¿por qué la búsqueda y el ansia por fundar atalayas? ¿Es connatural esta forma
de ser a la especie humana? Cuanto menos resulta llamativo lo arraigado que
permanece el deseo de superioridad de muchos seres humanos respecto de sus
congéneres. Los valores que imperan en las sociedades actuales se perciben
también en hechos aparentemente inocentes e inocuos, pero que están presentes y
constituyen la onda pequeña que se va propagando y haciendo cada vez mayor en
la superficie del agua. ¿De qué nos sorprendemos, pues, cuando escuchamos
noticias cruentas y terribles de seres que matan a otros seres, o aquellas
otras que cuentan de forma tendenciosa engaños insidiosos disfrazados de
verdades, proferidos por gobernantes obtusos e injustos? ¿De qué nos sorprende
todo ello si las verdades desde la infancia son infravaloradas, la
competitividad impuesta como base de los sistemas educativos y el título a la
excelencia se nos ofrece como el camino de la salvación?
No
se fomenta la igualdad real de los seres humanos solo con pronunciarla. La suma
de los actos y actitudes igualitarios construyen el camino. Los valores
predominantes tienen que ser puestos en tela de juicio una y otra vez. Deconstruir
para volver a construir. Pero los valores son ideas, y estas se expresan
mediante las palabras. Tanto unas como otras constituyen un todo, una unidad
que adquiere fuerza cuando se transmite. Y es aquí donde los escritores y
escritoras, donde los intelectuales y los poetas (tal es mi caso) podemos
intervenir.
Las
ideas transmitidas por medio de las palabras forman a los que las reciben,
ofrecen perspectivas diversas, crean conciencias y las aúnan, constituyendo el
punto de partida de las acciones. Y estas son las que corrigen la zozobra de
nuestro mundo caótico. Así ha ocurrido siempre en la historia. Las grandes
revoluciones que impulsaron horizontes esperanzadores y sociedades renovadas
tuvieron su semilla en escritos donde se plasmaron discursos críticos de
grandes pensadores.
La
escritura también es la onda pequeña que en el agua se propaga y se va haciendo
cada vez más grande. Por ello, resulta necesario un cambio de actitud de los
profesionales del arte de escribir, porque aquí sí que se puede decir que no
bastan las palabras. Las actitudes hablan por sí mismas. La arrogancia en los
comportamientos destruye todo mensaje escrito en pro de valores positivos. Los
laureles decapitan la autenticidad de la palabra sentida. Hoy en día, como en
otras épocas históricas, uno de los principales pecados de muchos escritores y
poetas (aunque no se pueda decir que sea algo generalizado) es la excesiva
complacencia hacia el halago y el reconocimiento públicos. Sin desmerecer a los
que en justicia los reciben, no es admisible desde un punto de vista humano la
excesiva afectación y encumbramiento tanto por parte de los otorgantes como de
sus receptores, perdiendo así la perspectiva de la verdadera y auténtica
función de estos últimos, que no es otra que la comunicación mediante la
extrañeza del lenguaje, el uso retórico del mismo, con una finalidad cultural, social,
lúdica y/o didáctica de cara al lector o lectora, al tiempo que se contribuye a
transmitir la cultura de la comunidad.
Ejercer
este oficio implica comunicar desde el respeto hacia los demás considerándolos
iguales, poseer una visión del mundo externo, no como escenario enaltecido del
propio ego, sino como lugar de encuentro cuyas aberraciones deben ser
corregidas y, para ello, evidenciadas y enjuiciadas mediante los recursos
retóricos del lenguaje.
Los
laureles no valen, ni sirven las atalayas desde donde no cabe la mirada
horizontal. Estoy convencida, completamente convencida, de que las ideas y los
valores positivos transmitidos por la palabra escrita depuran las maldades y
contrarrestan el frenético avance de la depredación humana en una balanza que
permanece en constante oscilación. No creo en la utopía, pero sí en el camino
hacia la utopía. Por eso digo: no sucumbamos en esta tarea. Seamos, escritores
y escritoras, intelectuales y poetas, humildes en el hacer y contundentes en el
escribir, desde el ejemplo, dignificando a este bello oficio, y desde esa
mirada horizontal necesaria que convierte en verdad a las palabras.
“La responsabilidad ética de las
personas está vinculada al reconocimiento del otro como un igual, no existe
otra obligación moral que aquella que deriva de la creencia de que los seres
humanos somos responsables unos de otros.”
(Juan
Carlos Mestre. Entrevista en el Diario de León.es el 18 de febrero de 2015).
“En las plazas la palabra se desnuda como una
flor al amanecer.
Díganme poetas del mundo
¿Cuál es el sentido de la vida?”
(Gioconda
Belli. Fuego soy, apartado y espada
puesta lejos).
Fuensanta
Martín Quero.
Una reflexión necesaria y que me hago a menudo. Gracias por compartirla. Un abrazo poeta.
ResponderEliminarUna reflexión necesaria y que me hago a menudo. Gracias por compartirla. Un abrazo poeta.
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