viernes, 14 de junio de 2013

AIRE

Aquella tarde otoñal. Gris metalizada como la carrocería de un coche recién salido del concesionario. La tenue luz en el mármol beis de una calle de trazado rectilíneo, escenario de mimos y figuras monocromáticas; paisaje urbano por donde caminan y se entrecruzan personas diversas que olvidan las prisas de las grises calzadas. Recordar ese espacio, aún vivo y vivificante, como un encuentro inesperado con la magia y la ilusión de hacer tangible lo irreal. Sentir la levedad del aire en mitad de la ausencia de los rincones presurosos. Allí en medio, permaneciendo como sombras expectantes ante aquel hombre de mediana edad, ante aquel maestro del violín en cuyos dedos revoloteaban decenas de colibríes inquietos, diminutos y sutiles como brevísimos instantes, unidos en elongadas notas musicales. La fugacidad atrapada, doblegada en nuestros cuerpos, en nuestras mentes demasiado habituadas al latrocinio indolente de las horas diurnas y al estrépito que inunda cada rincón urbano. Algo verdadero y sin nombre emanaba allí mismo, brotando desde un manantial invisible pero intensamente leve. Aire. Bach... Y sentir a continuación que el desaliento perturbador de la rutina y sus miles de filos, que el acoso de la ignominia y las febriles ansias de poder sobre los débiles, que el humillante sometimiento de tantos destinos en manos acaparadoras e insensibles, quedaron disueltos en átomos perdidos entre los ácaros inmundos del suelo; lejos, muy lejos de una verdad inexorable que penetraba en los pulmones a través de los sentidos. En cinco minutos de gloria.

 Escrito por Fuensanta Martín Quero. 

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