Aquella tarde otoñal. Gris metalizada
como la carrocería de un coche recién salido del concesionario. La tenue luz en
el mármol beis de una calle de trazado rectilíneo, escenario de mimos y figuras
monocromáticas; paisaje urbano por donde caminan y se entrecruzan personas
diversas que olvidan las prisas de las grises calzadas. Recordar ese espacio,
aún vivo y vivificante, como un encuentro inesperado con la magia y la ilusión
de hacer tangible lo irreal. Sentir la levedad del aire en mitad de la ausencia
de los rincones presurosos. Allí en medio, permaneciendo como sombras
expectantes ante aquel hombre de mediana edad, ante aquel maestro del violín en
cuyos dedos revoloteaban decenas de colibríes inquietos, diminutos y sutiles
como brevísimos instantes, unidos en elongadas notas musicales. La fugacidad atrapada, doblegada en nuestros
cuerpos, en nuestras mentes demasiado habituadas al latrocinio indolente de las
horas diurnas y al estrépito que inunda cada rincón urbano. Algo verdadero y
sin nombre emanaba allí mismo, brotando desde un manantial invisible pero
intensamente leve. Aire. Bach... Y
sentir a continuación que el desaliento perturbador de la rutina y sus miles de
filos, que el acoso de la ignominia y las febriles ansias de poder sobre los
débiles, que el humillante sometimiento de tantos destinos en manos acaparadoras
e insensibles, quedaron disueltos en átomos perdidos entre los ácaros inmundos
del suelo; lejos, muy lejos de una verdad inexorable que penetraba en los
pulmones a través de los sentidos. En cinco minutos de gloria.
Escrito por Fuensanta Martín Quero.
De diez amiga, de diez !
ResponderEliminarUn fuerte abrazo, Aurora