miércoles, 19 de junio de 2013

POETA-OFICINISTA

Poeta-oficinista. Eso es lo que soy. Un tiempo dividido en el que me ocupo en roles divergentes, opuestos como el agua y la sed, como el calor y el frío. En la burocracia me gano el sustento material, en la lírica me nutro el alma. Oficinista de ocho a cuatro, poeta veinticuatro horas al día. La pantalla y el teclado son apéndices de mis dedos, lo mismo compongo notificaciones dirigidas a ciudadanos y ciudadanas en el cumplimiento de una función pública, que compongo versos sin destinatario cierto, tal vez para nadie o tal vez para gente presente o futura que no conoceré nunca. El lenguaje sordo, preciso, preestablecido, del acto administrativo es la antítesis de la metáfora, de la plasticidad creativa de la lírica. Por eso durante años, durante muchas y muchas mañanas de muchos años –bendita suerte ganada a pulso por mis propios méritos– mi cerebro ha forjado un camino, una estructura de pensamiento opuesta a su natural tendencia hacia lo emotivo y bello a un tiempo, hacia la ausencia de límites conceptuales, hacia la imagen grabada en un cuerpo de sílabas musicales. A diario me visto de oficinista, escribo como oficinista, me comporto como oficinista y pienso como oficinista, en un ambiente rodeado de gente parecida a mí en su fuero externo, mientras dentro de mi piel bulle, encapsulada, “mi otra”, esa a la que no olvido nunca, esa que se esfuerza por silenciar su presencia en un contexto que no le pertenece, esa que constantemente me golpea en las sienes cuando apenas le hago caso. “Mi otra” aguanta mi obsesión por el cumplimiento del deber no interiorizado, soporta que mis ojos sientan el cansancio tremendo de una lectura intensa no deseada, y espera en un desván arrinconada hasta mucho después de que yo pase la tarjeta por el reloj de control horario. Y, cuando llega la noche o una tarde de íntima conversación con ella, me ofrece una sonrisa afable y permite que respire profundamente en la paz de una habitación cerrada.
Sé que siempre ha habido y hay “muchos otros” y “muchas otras” esperando su momento tras la piel de gente que a diario madruga y mira el reloj despertador como a un ente obsceno y abominable que impone su disciplina sin piedad. No pienso en aquellos cuyas profesiones contribuirían seguramente a su realización personal al tener éstas un vínculo con la escritura, como Antonio Machado o Dámaso Alonso, que se dedicaron a la docencia; me acuerdo más bien de esos otros cuyos empleos no tenían ninguna proximidad con su faceta literaria. Charles Dickens comenzó a ganarse la vida con doce años trabajando en una fábrica de betún para el calzado, William Faulkner trabajó como cartero en la Universidad de Mississippi y Franz Kafka fue empleado de una compañía de seguros. Hay una lista interminable de escritores y escritoras con oficios muy diversos, tanto de otros momentos históricos como actualmente. La autora italiana Daria Galateria, nos cuenta en su libro “Trabajos forzados. Los otros oficios de los escritores” cómo Máximo Gorki fue pescador, fogonero y pinche de cocina, entre otros oficios; Eliot fue empleado de banca, trabajando en un sótano “como un pájaro negro en un comedero”, o Jack London, uno de los escritores mejores pagados de su tiempo, sobrevivió antes como cazador de ballenas en el Ártico. Para Saint-Exupéry subirse a un avión era su verdadero trabajo, y León Tolstoi dejó la escritura para retirarse a una aldea de Rusia y trabajar como zapatero.

No podemos olvidarnos de escritores más cercanos en el tiempo con oficios diversos, como Miguel Delibes que comenzó como dibujante de caricatura en un periódico, José Saramago que tuvo que abandonar sus estudios a los quince años por falta de medios para ponerse a trabajar como cerrajero, y el chileno Roberto Bolaño que fue lavaplatos, camarero, vigilante nocturno, basurero, descargador de barcos y vendimiador; y así un largo etcétera.

La ausencia de mujeres escritoras en este largo elenco viene dada por la excepcionalidad que ello suponía en el pasado histórico, al estar relegadas a roles apartados de la cultura como hecho social e individual. En las últimas décadas, esta situación de marginalidad de la mujer como creadora y productora de obras literarias ha cambiado en buena medida en lo referente a algunos géneros literarios, como en la narrativa.
  
Hoy en día son muchos y muchas los escritores y escritoras que estamos empleados en otros trabajos ajenos a la literatura para poder vivir. Son muy pocos, en cambio, los escogidos, los que tienen un nivel de venta por sus obras que les permiten dedicarse al oficio exclusivo de la escritura. Otros tienen profesiones más cercanas al mundo de las letras, como los que se dedican a la docencia, sobre todo la universitaria, y los periodistas. En un mundo como el nuestro en el que se sobrevalora los conocimientos adquiridos por su cantidad y no tanto por su calidad, en el que se promueve la acumulación de títulos, cursos de diversa índole y másteres, aunque muchos jóvenes “plurititulados” y políglotas se vean abocados a emigrar, la literatura actual está más valorada socialmente cuanto más próximo esté su autor o autora al entorno de la “oficialidad”. Es más fácil que una editorial de prestigio acepte publicar una novela o un poemario de un escritor o escritora relacionado con el mundo universitario o periodístico que el de otro/a que esté empleado, por ejemplo, en una empresa de repuestos para automóviles (tales fueron los comienzos de Mario Benedetti). Por la misma razón, muchos premios literarios se otorgan a autores que son poseedores de títulos universitarios, que además antes hayan sido galardonados en otros certámenes (a más premios más posibilidades de sumar el siguiente) y que pertenezca o esté relacionado con ciertas élites. La cultura de la acumulación. Tener por encima de ser, tal como Erich Fromm nos afirmó hace tiempo.

Pero yo, que soy oficinista durante ocho horas diarias y poeta durante veinticuatro, que aprobé dos cursos de Derecho cuando esta carrera se componía de cinco, y que la única lengua que medio domino es la española, soy consciente de que, como afirmó Vicente Aleixandre, “Poesía es comunicación”, y en ello estoy. Gloria Fuertes, que también fue oficinista antes de ser conocida, dijo en cierta entrevista que ella había trabajado durante muchos años  en “horribles oficinas”. No sé si lo de “horribles” hacía alusión a las dependencias concretas en las que trabajó o más bien quiso calificar con un epíteto improvisado a este tipo de lugares. Lo cierto es que ella también fue poseedora del “doble Grado” que yo, como otros tantos, ostento: Poeta-Oficinista. Un título de nuevo cuño que guardo debajo de mi almohada, muy cerca de mi conciencia, para que no se me olvide la doble faceta –que no doble vida– que compone mi existencia.

 Un bello poema de la norteamericana Amy Lowell titulado “Lilas”, en el que ofrece un espléndido canto a la vida y a sus raíces de Nueva Inglaterra, allá por los albores del pasado siglo, dice:

“…Alardeasteis de la fragancia de vuestras flores
al cruzar por las anchas puertas de las Aduanas,
vosotras, y el sándalo, y el té,
abrumando las narices de los oficinistas
cuando un buque llegaba de la China.
(…)
Hasta que se revolvían sobre sus altos asientos
y escribían poemas en sus papeles
tras los apilados libros de cuentas…”

Escrito por Fuensanta M. Quero




     

1 comentario:

  1. Ahora si que me has emocionado Fuensanta, cuanta sabiduría y clarividencia en tus reflexiones. La consciencia de lo que se es se va adquiriendo con la madurez, yo tengo esta misma dualidad, en mi caso poeta educadora o quizás poeta científica. La formación y el conocimiento que adquirimos a lo largo de nuestra vida lo aportamos a la poesía y nos hace seres únicos.
    Tu querida amiga eres única y tu voz poética de las mejores con diferencia.
    Un fuerte abrazo, Aurora Gámez Enríquez

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