Poeta-oficinista. Eso es lo que soy. Un
tiempo dividido en el que me ocupo en roles divergentes, opuestos como el agua
y la sed, como el calor y el frío. En la burocracia me gano el sustento
material, en la lírica me nutro el alma. Oficinista de ocho a cuatro, poeta
veinticuatro horas al día. La pantalla y el teclado son apéndices de mis dedos,
lo mismo compongo notificaciones dirigidas a ciudadanos y ciudadanas en el
cumplimiento de una función pública, que compongo versos sin destinatario
cierto, tal vez para nadie o tal vez para gente presente o futura que no conoceré
nunca. El lenguaje sordo, preciso, preestablecido, del acto administrativo es
la antítesis de la metáfora, de la plasticidad creativa de la lírica. Por eso
durante años, durante muchas y muchas mañanas de muchos años –bendita suerte
ganada a pulso por mis propios méritos– mi cerebro ha forjado un camino, una
estructura de pensamiento opuesta a su natural tendencia hacia lo emotivo y
bello a un tiempo, hacia la ausencia de límites conceptuales, hacia la imagen
grabada en un cuerpo de sílabas musicales. A diario me visto de oficinista,
escribo como oficinista, me comporto como oficinista y pienso como oficinista,
en un ambiente rodeado de gente parecida a mí en su fuero externo, mientras
dentro de mi piel bulle, encapsulada, “mi otra”, esa a la que no olvido nunca,
esa que se esfuerza por silenciar su presencia en un contexto que no le
pertenece, esa que constantemente me golpea en las sienes cuando apenas le hago
caso. “Mi otra” aguanta mi obsesión por el cumplimiento del deber no interiorizado,
soporta que mis ojos sientan el cansancio tremendo de una lectura intensa no
deseada, y espera en un desván arrinconada hasta mucho después de que yo pase
la tarjeta por el reloj de control horario. Y, cuando llega la noche o una
tarde de íntima conversación con ella, me ofrece una sonrisa afable y permite
que respire profundamente en la paz de una habitación cerrada.
Sé que siempre ha habido y hay
“muchos otros” y “muchas otras” esperando su momento tras la piel de gente que
a diario madruga y mira el reloj despertador como a un ente obsceno y
abominable que impone su disciplina sin piedad. No pienso en aquellos cuyas
profesiones contribuirían seguramente a su realización personal al tener éstas un
vínculo con la escritura, como Antonio Machado o Dámaso Alonso, que se dedicaron
a la docencia; me acuerdo más bien de esos otros cuyos empleos no tenían
ninguna proximidad con su faceta literaria. Charles Dickens comenzó a ganarse
la vida con doce años trabajando en una fábrica de betún para el calzado, William Faulkner trabajó como cartero en la
Universidad de Mississippi y Franz Kafka fue empleado de una compañía de
seguros. Hay una lista
interminable de escritores y escritoras con oficios muy diversos, tanto de
otros momentos históricos como actualmente. La autora italiana Daria Galateria,
nos cuenta en su libro “Trabajos forzados. Los otros oficios de los escritores”
cómo Máximo Gorki fue pescador, fogonero y pinche de cocina, entre otros
oficios; Eliot fue empleado de banca, trabajando en un sótano “como un pájaro
negro en un comedero”, o Jack London, uno de los escritores mejores pagados de
su tiempo, sobrevivió antes como cazador de ballenas en el Ártico. Para Saint-Exupéry subirse a un avión era su verdadero trabajo, y León Tolstoi
dejó la escritura para retirarse a una aldea de Rusia y trabajar como zapatero.
No podemos olvidarnos de escritores
más cercanos en el tiempo con oficios diversos, como Miguel Delibes que comenzó
como dibujante de caricatura en un periódico, José Saramago que tuvo que
abandonar sus estudios a los quince años por falta de medios para ponerse a
trabajar como cerrajero, y el chileno Roberto Bolaño que fue lavaplatos, camarero,
vigilante nocturno, basurero, descargador de barcos y vendimiador; y así un
largo etcétera.
La ausencia de mujeres
escritoras en este largo elenco viene dada por la excepcionalidad que ello
suponía en el pasado histórico, al estar relegadas a roles apartados de la
cultura como hecho social e individual. En las últimas décadas, esta situación
de marginalidad de la mujer como creadora y productora de obras literarias ha
cambiado en buena medida en lo referente
a algunos géneros literarios, como en la narrativa.
Hoy en día son muchos y muchas los escritores y escritoras
que estamos empleados en otros trabajos ajenos a la literatura para poder
vivir. Son muy pocos, en cambio, los escogidos, los que tienen un nivel de
venta por sus obras que les permiten dedicarse al oficio exclusivo de la
escritura. Otros tienen profesiones más cercanas al mundo de las letras, como
los que se dedican a la docencia, sobre todo la universitaria, y los
periodistas. En un mundo como el nuestro en el que se sobrevalora los
conocimientos adquiridos por su cantidad y no tanto por su calidad, en el que
se promueve la acumulación de títulos, cursos de diversa índole y másteres, aunque
muchos jóvenes “plurititulados” y políglotas se vean abocados a emigrar, la
literatura actual está más valorada socialmente cuanto más próximo esté su
autor o autora al entorno de la “oficialidad”. Es más fácil que una editorial
de prestigio acepte publicar una novela o un poemario de un escritor o
escritora relacionado con el mundo universitario o periodístico que el de
otro/a que esté empleado, por ejemplo, en una empresa de repuestos para automóviles
(tales fueron los comienzos de Mario Benedetti). Por la misma razón, muchos premios
literarios se otorgan a autores que son poseedores de títulos universitarios,
que además antes hayan sido galardonados en otros certámenes (a más premios más
posibilidades de sumar el siguiente) y que pertenezca o esté relacionado con
ciertas élites. La cultura de la acumulación. Tener por encima de ser, tal como
Erich Fromm nos afirmó hace tiempo.
Pero yo, que soy oficinista durante ocho horas diarias y
poeta durante veinticuatro, que aprobé dos cursos de Derecho cuando esta
carrera se componía de cinco, y que la única lengua que medio domino es la
española, soy consciente de que, como afirmó Vicente Aleixandre, “Poesía es comunicación”, y en ello
estoy. Gloria Fuertes, que también fue oficinista antes de ser conocida, dijo
en cierta entrevista que ella había trabajado durante muchos años en “horribles oficinas”. No sé si lo de “horribles”
hacía alusión a las dependencias concretas en las que trabajó o más bien quiso
calificar con un epíteto improvisado a este tipo de lugares. Lo cierto es que
ella también fue poseedora del “doble Grado” que yo, como otros tantos,
ostento: Poeta-Oficinista. Un título de nuevo cuño que guardo debajo de mi
almohada, muy cerca de mi conciencia, para que no se me olvide la doble faceta
–que no doble vida– que compone mi existencia.
Un bello poema de la
norteamericana Amy Lowell titulado “Lilas”, en el que ofrece un espléndido canto
a la vida y a sus raíces de Nueva Inglaterra, allá por los albores del pasado
siglo, dice:
“…Alardeasteis de la fragancia de vuestras flores
al cruzar por las anchas puertas de las Aduanas,
vosotras, y el sándalo, y el té,
abrumando las narices de los oficinistas
cuando un buque llegaba de la China.
(…)
Hasta que se revolvían sobre sus altos asientos
y escribían poemas en sus papeles
tras los apilados libros de cuentas…”
Escrito por Fuensanta M. Quero
Ahora si que me has emocionado Fuensanta, cuanta sabiduría y clarividencia en tus reflexiones. La consciencia de lo que se es se va adquiriendo con la madurez, yo tengo esta misma dualidad, en mi caso poeta educadora o quizás poeta científica. La formación y el conocimiento que adquirimos a lo largo de nuestra vida lo aportamos a la poesía y nos hace seres únicos.
ResponderEliminarTu querida amiga eres única y tu voz poética de las mejores con diferencia.
Un fuerte abrazo, Aurora Gámez Enríquez